Bloque de pisos radicalmente nuevo, por Cristina Fallarás

En el 5º A, el chaval de doce años escribe en la red una frase simple, seis palabras sin subordinadas que le sudan las manos, exactamente en un lugar que llamaremos SITIO. Siete años mayor que él, su vecina del 4º C elige una idea que considera soleada, porque está caliente, y la teje con salivilla en ese mismo SITIO. A 300 kilómetros del bloque donde suceden esos textos, el periodista de la sección de Cultura, rama Libros, envía su mail a un editor. Es el quinto, un correo donde pregunta sobre la posibilidad de lo «radicalmente nuevo» en eso que solíamos llamar Literatura. Seis años mayor que la vecina tibia, el estudiante del 3º B alivia sus apuntes dejando caer donde los anteriores un par de versos que no confesará suyos. Es cuando el periodista envía su sexto mail, fruto –como los anteriores– de algo sucedido a unos 5.600 kilómetros de su redacción. O sea, a unos 5.900 kilómetros del bloque donde la ya no tan joven diletante del 2º B, diez años mayor que el estudiante del piso de arriba, bosteza su tendencia tóxica en el SITIO, para lo que le bastan quince palabras, de las que solo dos son verbos.

En el lugar llamado New Haven, Connecticut, un venerado anciano de nombre Harold Bloom habló así: «No me parece que en la literatura contemporánea, ya sea en inglés, en Estados Unidos, en español, catalán, francés, italiano, en las lenguas eslavas, haya nada radicalmente nuevo». Lo hizo algunos días antes de que el desempleado que llora su pena terca en el 1º A, puto llanto bochorno a sus cincuenta y uno, tecleara un adiós en el SITIO cotidiano.

En el local de abajo, una panadería, se enciende la pantalla del móvil color rosa Caribe.