Adelanto de Los Caín, de Enrique Llamas

«Un pueblo perdido en mitad de Castilla en las postrimerías del franquismo. Un joven maestro madrileño falto de experiencia y fuera de lugar. Una niña ahogada veinte años atrás. El fatal accidente de una adolescente para la que huir era la única salida. Una extraña epidemia que acaba con los ciervos del lugar, y el silencio, la nieve, la cerrazón y los secretos como únicos testigos, mudos e impasibles, del lento pasar de los días en un lugar olvidado, furibundo en medio de la nada, ahogado bajo odios enconados y rencores enquistados cuyo motivo nadie recuerda», así resume la editorial AdN Alianza de Novelas, la primera novela de Enrique Llamas (Zamora, 1989). Aquí, un adelanto de «Los Caín».

Avanzan de dos en fondo 

Nadie supo nunca que aquella primera noche la tumba de Arcadio Cuervo quedó mal cerrada. Y nadie, ni siquiera sus hijas, supo que siempre habría de estarlo porque en la tarde del entierro ya anochecía, y la cerraron deprisa y a ciegas. No sirvió de nada que al día siguiente, cuando la mañana apenas clareaba, la persona encargada intentase sellarla con la tranquilidad de quien sabe que, entre los vivos, los muertos solo dejan herencias.

El entierro de Cuervo fue uno de los muchos al que la mi- tad del pueblo acudió solamente en cuerpo. No había viuda, y sus hijas adolescentes se hicieron cargo de todas las premuras con las que dieron tierra al padre. El funeral por el alma de Ar- cadio escribió lo que a partir de ese momento empezarían a ser las costumbres de los vecinos durante los días de luto.

Fue Josefina, la mayor, quien instauró las pautas de aque- llas situaciones en el nuevo Somino. La primera en sufrirlas fue su hermana Elvira. Tras ellos, todo el pueblo las asumió con la inflexibilidad que imponen algunas leyes.

A las niñas, aun cuando estaban ya canosas, el pueblo las trató con la compasión de quien no quiere imaginarse sin padres, unos sentimientos que dejaron en ellas la sensación de que siempre las mirarían como se mira a los desamparados. Unas hijas en eterno abandono porque la madre había muertoen el parto de la pequeña, y funeral y bautizo se celebraron en días consecutivos.

El recuerdo que tendrían de ella quedó enmarcado en la fotografía del bautizo de Josefina. Era lo que se decía en el pueblo una mujer guapa, con los labios pintados y el cuello inclinado como hacían las artistas de cine. Miraba —debilísima y feliz— a la cámara mientras sostenía en brazos a un bebé re- cién nacido. En la imagen aparecía sentada en el salón de su casa, el pelo cuidadosamente ondulado caía sobre sus hombros. Venía de una ciudad del norte. De niña, Elvira observaba la fotografía apoyando sus manos en la encimera del aparador. Fijaba sus ojos en los de su madre —que en el blanco y negro intuía de un color tan parecido—, en el peinado que nunca nadie le enseñó a conseguir y en el supuesto rojo de los labios que no se atrevería a usar en su vida. Pero, sobre todo, miraba el traje de chaqueta negro sin ser capaz de encontrar la palabra con que decir que era elegante.

Desde que tenía memoria, su padre había dormido sobre un estrecho escaño en una alcoba sin ventana, aunque seguía guar- dando la ropa en la habitación que había compartido con su mu- jer. Más de una vez, cuando estaba sola en casa o cuando los de- más dormían, entraba silenciosa en la alcoba que había sido conyugal para buscar aquel traje de chaqueta. Elvira respiraba el olor helado que salía del armario cuando lo abría de par en par, como un reducto donde el pasado feliz permanecía escondido, temeroso de ser conquistado definitivamente por otro olor más ácido. El día en que el cuerpo de su padre volvió a tocar la cama de esa habitación, después de varios años, fue aquel en el que ella y su hermana mayor lo colocaron allí para amortajarlo y velarlo.

En pocas ocasiones a lo largo de su vida se atrevió a pre- guntar en voz alta por su madre: nunca la nombraban. Tenía un miedo enquistado a la altura del hígado. Se negaba el dere- cho al dolor que suponía el no haberla conocido.

 Sin embargo, su lado consciente nunca supo que el vínculo que mantenía con ella era aquel olor que al abrir las puertas del armario le acariciaba la cara con la fuerza de lo que pro- mete no agotarse mientras se mantenga escondido. Era un olor seco que llenaba estómago y pulmones para pasar a la sangre cuanto antes. Se agarraba a su cuerpo de niña. Muchas veces, si Josefina se demoraba en aparecer, después de abrir el arma- rio se dirigía hasta el antiguo tocador que llevaba tantos años sin usarse y se rizaba las pestañas con el envase metálico de una añeja vaselina que llevaba allí toda la vida.

Pero la tarde en la que murió su padre no se paró Elvira Cuervo a pensar en ese olor, aunque hubo un momento, cuan- do estaba sola, en el que colocó maquinalmente su mano en el tirador de la puerta del armario. No se atrevió a abrirlo por el pudor que en ese instante le produjo ver por primera vez a sus padres juntos. Cuando la mayor volvió de buscar en la des- pensa qué ofrecer de comida a los vecinos, con el rosario y el misal en la mano, ella ya estaba sentada en la misma postura en la que su hermana la dejó para irse a la cocina.

Las primeras memorias que tenía de ella eran flores de almendro prematuras, heladas en batalla, tan pequeñas que nadie hubiera podido decir que eran flores.

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