Los invisibles de Nanni Balestrini, una lectura de Mario Nicolás Egido
BALESTRINI, Nanni, Los invisibles
Madrid, Traficantes de sueños, 2007, pp. 303
La historia no está escrita, la historia siempre fue escrita por los vencedores. Los invisibles, la novela del poeta, novelista e historiador Nanni Balestrini del año 1987 da voz a los derrotados. Retrata los avatares que sufrieron los jóvenes que se levantaron en 1977 frente al sistema en Italia, formando un movimiento que todavía colea pero que ha sido prácticamente borrado de la memoria colectiva.
El libro es especial también en su forma, y es que Balestrini no hace uso de ningún signo de puntuación, aunque el texto cuenta con un ritmo que permite una lectura fluida. Las únicas pausas de la lectura vienen impuestas por la separación en párrafos. Esta fórmula no es un efecto, ni pretende ser una muestra del virtuosismo del escritor, sino que es la mejor manera de exponer el carácter vibrante de la juventud, el impulso arrebatador que obliga a hacer la revolución.
La narración es en primera persona y casi no sabemos nada del protagonista, además escasean las referencias históricas y geográficas, pero de fondo siempre encontramos la lucha: en la Universidad frente a un equipo de Gobierno que no atiende las demandas de los jóvenes, en la industria frente a unos patronos que niegan derechos a los trabajadores y en la cárcel frente a un Estado represor. Pero si algo caracteriza a la voz del narrador es la honestidad ya que el paso por la cárcel del protagonista podría utilizarse como una oportunidad para reivindicarse como revolucionario, algo que no aprovecha. En cambio, presenta las transformaciones que sufre al convertirse en reo: habla de cómo se enfrenta a la incomprensión de su familia y al abandono de su pareja, y nos confiesa que para los presos cualquier hecho tiene significado, llegando a interpretar las conversaciones rutinarias con los funcionarios como un intento por parte de estos de obtener información.
La insumisión carcelaria se convierte en la fórmula para ejercer la libertad individual cuando coartan la de movimiento. Así se retratan diversas escenas, como el motín que los prisioneros provocan en la cárcel y que es contenido brutalmente por los funcionarios y otros refuerzos policiales, mandando a buena parte de los internos a la enfermería. Pero este no es más que el punto de arranque. Los presos llevan, por ejemplo, a cabo la guerra bacteriológica: consiguen comida por sus propios medios de manera que desechan en los pasillos los platos servidos por la cárcel, que se juntan a sus excrementos, convirtiéndose en un campo de cultivo de enfermedades infecciosas. Pero su efecto contaminante no resulta lo suficientemente preocupante hasta llevarse a cabo la operación Niagara, basada en taponar todos los sumideros de las celdas hasta inundarlas lo más posible para, a la señal, permitir que un río desbordado tome los pasillos de la prisión arrastrando a su paso la porquería acumulada.
Frente a la lucha siempre está la fuerza del Estado que se evidencia en torturas y engaños que acaban generando una causa penal a individuos que como único delito tenían su militancia en organizaciones marxistas. Se les acusa falsamente de cometer delitos de sangre, de ser hombres y mujeres transformados por el odio contra la sociedad, cuando su fin era hacer más justa la realidad. Entre los presos políticos hay un pegamento que es la solidaridad y que solo es quebrantado por la coacción del Estado. Aparece entre ellos la figura del infame, el enemigo interior, aquellos que, perteneciendo a la organización, ante las amenazas, el temor a las torturas o frente a promesas de rebajas de pena, cambian de bando al entregar a sus compañeros con informaciones. El protagonista nos revela que la solidaridad se esfuma cuando tu mejor amigo deja de aparecer en el patio, porque en ese momento comprendes que ha llamado a un juez para cantar. Pero también hay compañeros que, heroicamente, soportan las torturas sin declarar, aunque eso no impide que, poco a poco, la organización se vaya debilitando.
En las últimas páginas del libro se nos habla de las medidas más desesperadas por parte de los presos para reivindicarse frente a la mano del Estado que los oprime sin compasión. Nos cuenta cómo los presos se ponían de acuerdo en golpear durante la noche los barrotes produciendo un estruendo que no era escuchado más que por los funcionarios y por ellos mismos, ya que la cárcel estaba alejada de cualquier población. Y el libro se cierra con los presos iluminando la fachada ennegrecida de la prisión con antorchas de fabricación casera. Entonces el protagonista se pregunta si los pasajeros de los coches que circulan veloces por la autopista verán las antorchas, pero lo niega porque esta se encuentra a kilómetros de distancia. Y luego se cuestiona si los ocupantes de los aviones que sobrevuelan la cárcel llegarán a vislumbrarlas, pero se desmiente a sí mismo, ya que desde el cielo es difícil interpretar que las antorchas son una reivindicación carcelaria.
Uno de los puntos más interesantes de la novela es la importancia de la lucha sin esperar nada de ella. El protagonista recibe, en cierto momento, una carta que da cuenta de lo ocurrido en las calles tras su encarcelación: el miedo ha cambiado de bando, los patronos ya no temen rebeliones en las fábricas y van exhibiendo sus joyas. Mientras, los trabajadores olvidan que las cosas estuvieron a punto de cambiar y trabajan con la única idea de hacer dinero. Así se pregunta qué ha significado su lucha cuando la recompensa ha sido el dolor y la cárcel. Entonces su amigo, al que reencuentra entre rejas tras mucho tiempo, le dice que no les debe importar que todo haya terminado, sino el hecho de que actuaron de esa manera porque creían que era lo justo.
En este libro encontramos algo que es clave para el colectivo Traficantes de Sueños, responsables de la edición, y es la necesidad de salir de la mentalidad que reclama una recompensa inmediata para todo esfuerzo. Ellas como organización no reivindican ningún protagonismo cuando realmente tienen un papel muy interesante dentro del campo editorial y librero del país. Su fin es la política y se deben a la causa hasta tal punto que la visión empresarial resulta secundaria. Al igual que para el protagonista de Los invisibles, el compromiso político es antes una actitud vital frente a la injusticia social que una búsqueda de resultados. Aunque tal vez la realidad es la que obliga a reconocer que son necesarios cambios profundos para que el dinero deje de gobernarlo todo.
En definitiva, el título de Los invisibles se puede entender de diversas maneras: por un lado, esta novela habla de las acciones de unos luchadores que fueron borrados de la historia ya que acabaron presos de la heroína o de la locura, encarcelados, muertos, o peor, arrepentidos o reconvertidos en un engranaje más del sistema; por otro, porque fueron un colectivo que combatió por unos objetivos comunes quebrando la idea de que lo único importante en esta vida es el bienestar individual. Y encontramos un sentido que resulta desalentador, pero que tiene que servir para no agachar la cabeza: es el desinterés que se evidencia con las antorchas que nadie ve, el hecho de que las luchas obreras no surten efectos ante la ceguera de la mayoría social, desesperanzada por un mundo que parece alérgico a la solidaridad y la justicia.