Lee con Eñe: Las madres secretas de Mónica Crespo
La Editorial Base acaba de publicar «Las madres secretas», un libro de cuentos que supone el debut de la escritora Mónica Crespo. En Eñe tenemos el privilegio de ofrecerte uno de los relatos. ¡Que lo disfrutes!
Sobre el libro
Una pareja inicia un proceso de maternidad subrogada; una madre se enfrenta a la naturaleza predadora de su hija; una escritora huye para escribir; una mujer ave y la prohibición de volar; una pareja en la que él se queda embarazado…
Las madres secretas explora las aristas y los espacios marginales de la maternidad, las frágiles relaciones de pareja, las relaciones entre madres e hijos, las contradicciones ante el deseo de ser madre o no, la construcción cultural de este fenómeno biológico, la tensión entre la creación artística y la maternidad. Los personajes de estos relatos muestran este complejo equilibrio a través de sus conflictos.
La autora, con una intensa voz narrativa, rompe con los tópicos y las imágenes idealizadas. Historias realistas y fantásticas que ofrecen una reinterpretación de la familia y la maternidad, que puede ser tan natural como perversa.
Sobre la autora
Mónica Crespo (Bergara, 1974) es profesora en la UNED e imparte Talleres de escritura creativa desde el año 2000 en centros culturales como Azkuna Zentroa, Aula de Cultura de Getxo o Talleres de escritura Fuentetaja en Bilbao.
Es licenciada en Sociología, ha cursado estudios de Doctorado, CAP en Lengua y literatura, y obtuvo una Beca Predoctoral del Gobierno Vasco con la que realizó una Estancia de Investigación en el Instituto de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Buenos Aires.
Se ha formado en numerosos talleres en Buenos Aires, Madrid, Barcelona, en la Scuola Holden de Alessandro Baricco, con la beca europea de escritura My migrant story, y ha participado en congresos pedagógicos de escritura creativa en Turín, Finlandia y Praga organizados por la European Association of Creative Writing Programmes.
Las madres secretas es su primer libro de cuentos.
EL BAÑO
No sé si barrer o fregar los pelos del cuarto de baño. Es un gran dilema: paso la escoba sobre el suelo mojado o friego el suelo mojado y arrastro todos los pelos pegados a la fregona… En realidad odio limpiar el baño. No sólo por estos dilemas (que también), sino porque salgo con un colocón de lejía que me quema la garganta, me abrasa los pulmones, me arde el pecho. Pero yo soy así, extremosa. Si limpio, lo hago a conciencia, aunque caiga desmayada sobre la taza del bater. La música de AC/DC llega por el pasillo y entra al cuarto de baño, Thunder!, y acabo con los últimos pelos (escoba, al final ha sido escoba, aunque el suelo mojado produce una adherencia que me repugna): Thunder! Es por eso que me cuesta tanto hacer las cosas porque las hago a conciencia. A veces pienso tanto en hacerlas que es como si ya las hubiera hecho. En una ocasión escuché a un escritor decir que los escritores somos seres mentales. Puede que sea así, pero he descubierto que las cosas no se hacen mentalmente. La mierda sigue ahí; aunque pienses en ella.
Mentalmente he limpiado hasta el último rincón del baño antes de empezar a hacerlo. Para cuando voy a empezar ya estoy tan agotada como si lo hubiera hecho. Sólo que ahora es peor porque agachada sobre la bañera me cuesta respirar y me duele la cabeza. Ahora remato con agua, fregona y limpiasuelos. De rodillas, a mano, con un estropajo, un balde de agua y un trapo seco como lo hace mi madre, a estas alturas, me niego. Creo que paso de rezar a la Meca para limpiar el baño. He de reconocer que me despierta cierto sentimiento de culpa, de saber que no está bien hecho, que en alguna esquina aún pueden habitar oscuros y microscópicos seres, pero definitivamente, me niego. Alcanzo el borde de madera del suelo del pasillo y veo cómo brillan las baldosas, Thunderstruck! Suena el último acorde de AC/DC.
He limpiado el baño en bragas y sujetador (si mi madre me viera). En tres minutos salto a la bañera para darme una ducha, ahora soy yo la sucia, aunque no sé si podré aguantar el picor de nariz y el escozor de garganta.
Desde la puerta del baño veo la parte superior de mi cuerpo en el espejo: las tetas no están mal dentro del sujetador negro que las ampara, pobrecitas, tantos sobresaltos desde que nacieron los mellizos. Los guantes rosas de plástico estropean cualquier ensoñación. Supongo que estarán a punto de llegar. Así que tal y como estoy, dejo la puerta del baño abierta y con cinco toses por el pasillo alcanzo la cocina, me pongo a pelar unos puerros para la cena. Sé que tendré lloros y pucheros, pero más me jode a mí hacer el baño. Él los traerá. Los tres duchaditos, con olor a cloro de piscina. Toda la familia transpirando limpieza y desinfección.
Entra por la puerta y delante de él corren los dos bichos que tengo por hijos. A cada cual, peor. Ya sé que no debo pensar esto, pero hay días que los llevaría yo misma a la piscina y les daría el último baño. Me gusta AC/DC. Lo escucho a solas con el volumen muy alto. Mi marido me mira Thunderstruck desde la puerta de la cocina. Ni me he dado cuenta de que sigo en bragas y sujetador, calcetines a rayas, puerro en mano. ¿Pensabas darme una sorpresa?, me pregunta con sorna. Vete a la mierda, susurro tronchando el puerro en el límite donde el blanco se vuelve verde oscuro. El sonido me reconforta y el Aaaaaaaaahhhhh de AC/DC resuena entre mis manos. Me echa una mirada y pasa de largo por la puerta de la cocina con una enorme bolsa de deporte. Al fondo de la casa, supongo que en las habitaciones, oigo a los mellizos pelearse, como cada noche, como cada segundo.
Pongo la olla al fuego y me voy a la ducha. Bajo el agua no oigo la explosión, pero cuando tras la ducha caliente, salgo del baño y entro en la cocina, veo una masa verde pegada al techo y una baba lechosa escurriéndose por todos los muebles y paredes de la cocina. Las cosas naranjas incrustadas en la rejilla del fluorescente de la cocina, deduzco que son zanahoria; algunas plastas verdes caen al suelo. La panda del cloro llega corriendo por el pasillo y se agolpa tras de mí, me giro y veo sus caras de pasmo que miran la cocina y me miran a mí alternativamente. Respiro profundamente, dolorosamente, lejiosamente. Paso entre ellos y me encierro en el dormitorio. Me seco, me visto. Hago la maleta. Lo siento, chicos. Cierro la puerta y salgo de casa.
En la calle paro un taxi y le digo que arranque. ¿Adónde la llevo, señora? Insiste, siga, yo le aviso, le digo por tercera vez. Me resbalo en el asiento. Miro las luces de la ciudad. Está llena de adornos navideños, horteras luminiscencias que pasan zigzagueantes al otro lado de la ventanilla. Llegamos a Gran Vía. Las luces se vuelven más sofisticadas y casi me gustan aquellas que parecen copos de nieve en las ramas de los árboles. Frente al Arriaga le digo al taxista que pare. El Petit Palais me parece suficiente para esa noche. En la habitación me tiro boca arriba en la cama y observo el techo. Perfecto. Me desvisto y me meto entre las sábanas.
No pensaba quedarme, pero llevo ya tres noches. Que ya volveré, les he dicho. Desde que nacieron no he escrito una sola línea. Un día Alberto me dijo en el coche: Mamá, ¿por qué la realidad es tan grande? No sé hijo, le contesté estupefacta. Adrián mientras tanto trataba de morderle la oreja a su hermano. No me dio tiempo a contestar. Pronto comenzó a llorar y le siguió Adrián que bajaba la cabeza por los tirones de pelo de su hermano, que ya lloraba con toda la boca abierta. La verdad, no lo sé. No sé por qué la realidad es tan grande, ni cómo un niño de cuatro años me hace esas preguntas ni cómo puedo conducir, mirar hacia atrás por el espejo, vigilar a mis hijos, hacia delante la carretera, a los lados, y tratar de pensar en silencio. En silencio. De buscar palabras en algún lugar. Dejo a los niños en el colegio, y acudo a la reunión con mi editor en el Café Iruña. Me mira condescendiente. Es un cretino. Ahora lo veo cristalino, que rima con cretino, y con bovino y anodino. Edgar me ha señalado las repeticiones de mi último cuento cuando mi personaje, Christian, encontraba el «pergamino» y un poco más adelante el río era «cristalino». Y a quién le importa. A mis hijos no, y a los amigos de mis hijos tampoco, ni a los hijos de mis amigos, ni a los amigos de los hijos de mis amigos. Mira como rima, Edgar.
La última vez que di un recital en un colegio, fue la última vez. Los niños estaban sentados en el suelo del aula y la profesora les pidió que guardaran silencio para que yo les leyera alguno de mis cuentos. Al principio estaban tranquilos, sentados en el suelo sobre una alfombra de plástico de colores y algunos cojines; cabecitas alineadas como pollitos de granja. Pero a medida que empecé a leer, uno empezó a sacarse un moco inmenso, otro a revolverse inquieto, a levantarse y a volver a sentarse, y yo me centré aún más en la lectura del cuento, tratando de entonar mejor y capturar su atención, pero fue el efecto dominó: desde el del moco de primera fila hasta el último pegándole con el cojín al niño que tenía al lado que lloraba como si lo estuvieran matando. Uno de ellos se acercó a mí tratando de sentarse en mis rodillas, tirando del libro hacia abajo, «para ver los dibujos», decía; que no tiene dibujos, cariño, le decía yo, empecinada en seguir leyendo cada vez más rápido y que surtiera algún efecto, y acordándome de la santa madre de la profesora que había dicho empalagosa con los deditos pulgar e índice juntitos: «vuelvo en un minuto». El niño retaco que tenía al lado, me tiraba ahora de la manga pidiéndome algo que yo no comprendía, una y otra vez, una y otra vez, hasta que lo agarré por los hombros y le grité: ¡¿Cuántos niños hay aquí: muchos o pocos?! Él con enormes ojos llorosos dijo despacio con una voz de lloro: muchos. Pues, eso, somos muchos. Grité. Y muchos se callaron de golpe. Y también de golpe se pusieron a llorar. Justo después entró la profesora de los deditos empalagosos, que se los podía haber… Nunca más volvieron a llamarme de aquel colegio.
En el hotel, en la cama desde hace días miro el techo. Impoluto. Blanco. Perfecto. De vez en cuando recibo mensajes desesperados que ignoro. Estoy pensando en matar a Christian, ni pergamino ni río cristalino. Llamo a recepción y pido una botella de champán. Aquí llevo cinco días. Esta mañana he salido a comprar un pijama. Me he comprado un pijama verde de felpa peluche en una tienda de chinos por seis euros. Nunca antes había comprado así. Los pijamas son cosa seria. Por las noches pasaba frío. Ahora me torro de calor. Como con todo, o el hielo o el infierno. La china me ha dicho que es talla única, así que podríamos dormir dos o tres aquí dentro, incluida la china, que no tiene pinta de calentar nada, la china, digo.
He pensado en Christian. Séptimo día de hotel. Hoy he comprado una planta. Bueno, en realidad es una especie de cebolla, que he puesto con agua en el vaso del baño: es un jacinto blanco, aunque de momento sólo es una cebolla. El que me lo ha vendido se ha empeñado en que el blanco es el más soso, que el blanco es blanco, que no tiene nada, que es mejor el morado o rosa. Coño, que lo quiero blanco. Bueno, pues ahí está la cebolla. Pero aún tengo que esperar para ver de qué color es. Cuando era niña también tenía uno en esta época y sus raíces se prolongaban como tentáculos blancos en el agua. No sé qué proceso me gusta más si los tentáculos creciendo hacia abajo o el tallo verde creciendo hacia arriba. Ahora que lo pienso, hasta que florece es como un puerro.
Christian ya debería tener quince años. Haberse fumado algún cigarrillo, alguna borrachera, haberse besado con alguna chica, haberse pegado por alguna chica. Pero el pobre desgraciado sigue teniendo ocho años. A veces lo imagino en miniatura, como un bonsái al que han ido podando y embridando; alambrando para que no creciera. Pero siete años con ocho años, son demasiados. O crece o lo mato.
Estoy pensando en cambiar de hotel. También de pijama. Quiero uno con Spa, hotel, digo. Levantarme por la mañana y meterme en una piscina burbujeante de agua caliente. Pero cocción lenta, por favor. No creo que me acerque de nuevo a una olla exprés.
Las raíces del jacinto van creciendo. Blancas. Uno no sabe a veces en qué dirección crece. En el caso del jacinto es cristalino: las raíces se prolongan primero hacia abajo y cuando el fondo del vaso de cristal las recoge en un ramo curvado sobre sí mismo que asciende, algo sucede y una punta verde de la cebolla comienza a crecer.
Echar raíces. Siempre me ha costado. Cuando dejé Turín para vivir en Bilbao pensé que me quedaría. Ahora creo que no. Regresaré al parque junto a mi colegio y a mi casa de San Salvario. Y dejaré volar a Christian.
Ayer estuvieron aquí. Los niños se quedaron parados en la puerta. Él también. Después los cuatro sentados en el borde de la cama en una fila muda. ¿Qué tal en el cole? Les pregunté. No contestaron. Pero me enseñaron los muñecos del huevo kínder que su padre les había comprado por el camino: Hello Kitty y Dora, la exploradora. No había huevos para niño, me explicó él. Cuando yo era niña los huevos eran los mismos para todos. Abrías el huevo y aparecía el juego. A ellos no les importa, con tal de que aparezca algo bajo la capa de chocolate. A mí también me pasa. Siempre busco algo bajo la capa de chocolate.
No me gusta estar sola. Cuando estoy rodeada de gente busco la soledad, y entonces me encanta estar sola. Así no hay quien se aclare. Todos los días, desde que estoy en el hotel bajo a escribir a un bar de la esquina. Allí se cumple: sola en compañía de desconocidos. La mejor compañía para escribir. Estoy escribiendo algo que aún no sé qué es, pero va saliendo como un quesito bajo la presión de los dedos, abriéndose paso entre el papel de plata. Sartre decía «el hombre es por dentro como queso derretido que al contacto con el aire se hace sólido y adquiere consistencia». Soy queso endurecido. Pero algo fluido va saliendo. Me siento en el bar y escribo. Un grupo de hombres brindan ruidosamente y un camarero se acerca y me deja sobre la mesa un chupito de orujo de hierbas. De parte de ellos, dice señalando a la barra. Levanto el chupito y me lo bebo.
Escribir es así, estar dentro y estar fuera. Estar en uno mismo y salir de uno mismo; tratar de leer la realidad, zambullirse y volver a respirar. Estar dentro y estar fuera. Y ahora estoy fuera. Lo elijo. Elijo escribir. Mirar y tratar de comprender, y desde aquí miro con una sensación de extrañamiento que siempre está conmigo. La realidad es tan grande… Yo a veces estoy tan extrañada que me cuesta volver a ella, ocuparme de las pequeñas cosas, de los horarios, de las rutinas. Me asomo por la ventana y veo a todos con las solapas de los abrigos subidas, cronometrados, sincronizados con el mundo, yendo a muchos lugares. Yo también corro y trato de vencer el cronómetro que se pone en marcha cada mañana. Por eso, me planto. Para pensar, para escribir. Sobre la mesa tengo el muñeco de Hello Kitty y a Dora, la exploradora. Me los dejaron mis hijos como regalo. Qué hacer con ellos. Cómo estar en el mundo y salirse de él para poder mirarlo, para tener distancia para ver, para que la vida no sea como un camión que te pasa por encima deslumbrándote con sus focos a la altura de los ojos.
Pago el café y el pintxo de tortilla y pido al camarero una ronda de cerveza para los hombres de la barra. Hace días que me observan pero ninguno se ha atrevido a hablarme. Creo que hay algo sagrado en la escritura, nadie se atreve a interrumpirla. Pienso en Hemingway, también escribía en bares y hoteles. El escritor que vive sus gestas, que se enfrenta al mundo y pone la carne, el cuerpo, la vida. Que se sumerge en el mundo para vivirlo. Pienso en Flaubert o en Kant, que nunca abandonó Königsberg, y me pregunto cómo vivir. Ninguno de los modelos me sirve. Y pienso en Julio, en sus ojos oblicuos de gato, silencioso y tenaz, desmontando la realidad con inteligencia inquisitiva y lúdica. A él le sigo, es amigo. Ocupado en el mundo, en el lenguaje y en su tiempo, con aciertos, errores. Y Clarice: la superficie de un velo apacible de sensualidad, tumulto y violencia esperando ser rasgado.
Cuando escribo me siento poderosa, porque crezco. Quizá quien mira el tallo verde del jacinto, y únicamente espera la flor, no sabe mirar. No lo ve, pero algo sucede por debajo; las raíces blancas se extienden en un crecimiento lento, submarino, que como la escritura, me enraíza al mundo.
Al mes, Adrián quiso quedarse a dormir conmigo. Mi marido lo trajo y lo dejó aquí. Al día siguiente, llegó también Alberto. Ahora ya tenía sus mochilas en el armario, junto a mis cosas: pijama felpa peluche, abrigos, botas, cuadernos, muñecos…
Al cabo de dos meses el jacinto despuntaba con altura, Christian tenía veintitrés años, viajaba por África y se enamoraba. Mi marido aparecía a las doce de la noche con Alberto y Adrián de la mano. También se quedaba a dormir. Dormíamos los cuatro apretados y calientes
Han pasado tres meses. Cada tarde o cada noche, alguno de ellos o todos van apareciendo en la habitación. Estoy pensado en volver a casa. Allí, al menos, tengo más espacio. El jacinto ha florecido: es blanco, su olor me asfixia en un cuarto tan pequeño. Christian, por fin, ha encontrado su camino lejos de mí y viaja amasándose entre las carnes de pantera de la mujer que ama.
Esta mañana me he despertado boca arriba: hay una grieta en el techo blanco perfecto.