El Quijote mola, por Sergio del Molino

No sé qué tiene el Quijote que mola mogollón. Le mola a mi hijo de cinco años, y eso es molar mucho. Conseguir molar a un niño hiperestimulado, que maneja los videojuegos y la tablet como un nerd de Silicon Valley y se sabe el catálogo entero de dibujos animados de cuatro cadenas de televisión, es un mérito post mortem que Miguel de Cervantes debería celebrar allá en el Parnaso, aplaudiendo con su mano buena.

No crean que le hemos inoculado nada. En casa no creemos en la santidad de la lectura, aunque todo esté lleno de libros y nos pasemos la vida con las narices metidos en ellos. No le damos importancia ni nos ponemos estupendos con la necesidad de leer para ser un probo ciudadano. Un día se cruzó la figura del Quijote, el icono o la referencia, y mi hijo Daniel preguntó por ese tipejo flaco. ¿Quién es él? ¿A qué dedica el tiempo libre? Intenté saciar su curiosidad infantil con dos frases desganadas. No pensé que fuera a interesarle más allá de la pregunta, pero reaccionó con mucho interés a las primeras informaciones. ¿Cómo? ¿Un señor que se vuelve loco leyendo libros y se echa al campo a tener aventuras? ¿Uno que se cree que los molinos son gigantes? Cuéntame más. Sin preverlo, me vi contándole a mi hijo varias historias quijotescas clásicas y populares: la de los molinos, por supuesto, pero también la de los batanes, la de la venta, la de los galeotes, la de con la iglesia hemos topado, etcétera. Alucinado, asistí al deshuevamiento (no puedo nombrarlo de otro modo más sutil) de mi hijo, roto de risa por todas las costillas.

Hemos visto obras de títeres del Quijote, dibujos animados del Quijote, le he leído capítulos del Quijote adaptados por mí mismo sobre la marcha, y ahora, cada noche, le leo unas páginas de un Quijote para niños. Todo triunfa. Somos quijóticos perdidos. El libro que le estoy leyendo tiene el acierto de no modernizar en exceso el lenguaje cervantino. Así, hay muchísimas palabras y expresiones que Daniel no entiende, pero las pregunta y me da pie a explicárselas, y así añadimos una capa más de diversión léxica y gramatical: el lenguaje se vuelve moldeable como plastilina, las palabras forman parte del juego.

El Quijote es un libro de aventuras donde la acción está siempre acelerada y hasta en los excursos suceden cosas. Los personajes nunca están quietos ni meditabundos, y reciben porrazos y traumatismos mil, por lo que es fácil que seduzca a un niño. Además, es muy cochino: Sancho se tira pedos y se caga encima y a Don Quijote se le derriten requesones en la cabeza. La obra magna de la literatura española se parece mucho a las historias que se inventan los niños de cinco años.

¿Por qué me extrañé, entonces, de que mi hijo sintiese fascinación por ella? Porque no me he quitado aún la pátina de reverencia, cursilería, solemnidad y estupidez institucional que impregna el culto al Quijote como gran libro nacional. Entre Unamunos, Ortegas y ediciones conmemorativas, nos han hecho creer que hay que leerlo con guantes de terciopelo y traje de académico. Y nada más lejos: es un libro para leer en el suelo con los niños, retorcidos de risa y a grito pelado. Por eso mola tanto.

 

Fotografía: María Grazia Montagnari (Todos los Creative Commons)