Madre mía de Florencia del Campo, una lectura de Javier Divisa
No solamente después de la muerte no hay nada, sino que de igual manera no se entiende nada. Entonces el doliente, el afectado puede acudir a la narración; el triste escribe un libro como válvula de escape del insoportable dolor. Normalmente ese libro no será literatura, sino prescripción psicológica, incluso psiquiátrica. Esos eran mis temores, quizá insostenibles e infundados con Madre mía, estar puteado, ver las grietas y no leer literatura. Exacto, me equivoqué. Florencia del Campo consigue hacer literatura en el mundo de los cadáveres, donde el duelo acredita tantas veces las terapias literarias, pictóricas y los talleres de personas haciendo cosas. De vez en cuando sale una persona dolida escribiendo una novela sólida. De vez en cuando.
Muerte, familia, cáncer. Sin caer (o sin querer caer) en el abatimiento, la desmoralización, el llanto arrebatado, Florencia, combina sordidez, humor, dolor, cáustica, amor, odio y tristeza. La trilogía era lo suficiente abrupta y escabrosa para la cautela, el escepticismo, el valle de lágrimas. El tema de la familia está tratado con franqueza; de hecho aborda claramente la realidad de las relaciones familiares y la imposibilidad de elección en la consanguinidad, por tanto sus secuelas atávicas, y viscerales, la imposición del amor y las consecuencias crueles y lacerantes. Y luego pasa una cosa: que existen la enfermedad, la muerte y la sensación de culpa por no cuidar debidamente a la madre; convictos, responsables de la quimioterapia, de no tomar un vuelo transoceánico, de la muerte de mamá, responsables de intentar vivir con autonomía, de esta vulgaridad, esta ordinariez que viene a ser morirse de cáncer a 10670 kilómetros de tu lugar de residencia. Por Dios, viene a narrar Florencia del Campo, siempre literariamente, somos sociedad contemporánea y no estoy preparada para el dolor, son mis sueños, mis expectativas, mis putos anhelos, dadme ese tejido, ese subterfugio velado entre la vida y la muerte. Por tanto en Madre Mía, la vida de la gente en plena ebullición no está ni tiene por qué estar familiarizada con los hospitales, las sesiones de quimioterapia, los tanatorios y los cementerios, si ya sabemos que los enfermos son unos malditos manipuladores.
Un mes después de la pregunta moral: 17 de agosto de 2013. Tomé un avión con destino a Buenos Aires que hizo escala en Múnich y en Frankfurt. Llegué el domingo 18 de agosto por la mañana. Por la tarde fui a verte, te encontré hecha una aguaviva. La alianza del dedo te hacía un torniquete. No me miraste ni me hablaste, ya no abrías los ojos, ya no estabas consciente. Te saludé y de dije que estaba, que había llegado. Nada. Silencio de marea muerta, madre mía, aguaviva, mamá muerta.
En casi todas las instancias del libro, Florencia, agria, mortal, voluptuosa, divertida, miserable, humana, está reconociendo que dispone de un lujo, una profusión que muchas personas no tienen y que la vida va impugnando, tiempo para pensar, disfrute de la cultura, goce sicalíptico, trabajo y encontrar una armonía personal, por tanto está mirando la vida con la coyuntura de estar amando la vida, en París, en Madrid, en Nueva Delhi, reafirmando que de repente con enfermedad y muerte, el futuro desaparece en un santiamén (o se produce un santiamén).
Madre Mía no es una cosa patéticamente melodramática con pretensiones desgarradoras y de gran alivio, sino una novela que perturba, se subleva, discrepa, encuentra el conflicto, logra una fisura formidable. No todo va a ser llorar.
El gran tumor: tal vez la vida. Y la historia. La historia se cuenta con esta especie de historia clínica de una enfermedad mortal llamada familia. Morirse de familia.
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