El jardín de las delicias, de Raúl González Nava
Todo lo que rodea a Mateo le despierta los síntomas de la madurez: este periodista, que combina su descreimiento con su empleo en una revista de fenómenos paranormales, interpreta los cuarenta años como una edad de «serena decadencia». Sin embargo, una extraña oferta laboral —un productor de televisión quiere que realice las entrevistas previas a los participantes de su próximo reality show— y la llegada de una inesperada invitación a un congreso en Madrid le ponen en contacto con una serie de personajes y extraños hechos que descolocan su vida y le obligan a decidir qué riesgo está dispuesto a correr si quiere desvelar el misterio que los rodea.
Mensajes codificados, personajes ambiguos, claves ocultas… Raúl Gonzalez Nava maneja con precisión los elementos de la novela de aventuras, nos aseguran, pero el protagonista de El jardín de las delicias es un tipo como cualquiera de nosotros, alguien que solo necesita que el deseo vuelva a guiar su vida. Y es que esta novela, con altas dosis de humor, encubre con una enrevesada trama una emocionante reflexión sobre el inconformismo y el derecho a no renunciar.
Raúl González Nava nació en Ciudad de México en 1969. Él mismo se presenta: cuenta que «desde muy niño me enamoré perdidamente de las artes visuales y la literatura, y aunque nunca fui correspondido, mi devociónha ido en aumento. Estudié ingeniería industrial, una maestría en comunicación y varios diplomados en las más diversas e inútiles disciplinas. Estoy casado con Érika y trabajo como creativo, guionista y director de comerciales, videos y programas de televisión. Escribo y dibujo porque es más barato que consultar a un psicólogo y menos pedante que pegarme un tiro». El jardín de las delicias, que obtuvo el Premio Valencia de Narrativa en Castellano y está publicado por Lengua de Trapo, se publica en estos días.
Nada nos define mejor que lo que no somos. La negación es, sin duda, la forma más pura de discernimiento. Los calificativos con los que intentamos describirnos se yuxtaponen creando una imagen desenfocada; en cambio, los no son inequívocos, no requieren interpretación. Los epitafios, en su carácter de recuento final, deberían ser escritos con negativas: «Aquí yace Carla Treviño; nunca fue popular, amorosa ni feliz». Por eso, me parece adecuado comenzar especificando que No soy escritor.
Si fuera tan necio como para afirmar que Soy escritor —con la mayúscula reivindicadora y la cursiva que tanto remite a un intento de huida—, estaría abriendo la puerta a las sospechas de usurpación, a las comprensibles inconformidades, al siempre desventajoso abanico de comparaciones. Peor aún, estaría invocando con presteza una avalancha de sucesos, palabras y gestos cometidos en el pasado que prueban justo lo contrario. En cambio, decir No soy escritor —con la mayúscula que muestra un desdén vengativo hacia las reglas ortográficas— es contundente: te define como aquel que quiso serlo, que tal vez pudo serlo, pero que jamás lo será. Implica deseos, intentos y fracasos. Al escucharlo, los demás asumen que hubo lecturas, algunos talleres, montañas de libretas rebosantes de balbuceos con aspiraciones de poemas y cuentos, infinidad de concursos, expectativas infundadas e incluso alguna publicación en una insignificante editorial universitaria de provincia.
Algunos maestros de la licenciatura en periodismo me inculcaron una aversión casi sagrada hacia los adjetivos y adverbios (especialmente hacia aquellos que terminan en mente). Otros me contagiaron su repugnancia por las metáforas, las hipérboles, los oxímoros y demás desfiguros retóricos. Un profesor calvo y de bigote ralo no escatimaba esfuerzos para incitarnos a evitar el uso de los gerundios y participios. Uno más, poeta en sus ratos libres, pontificaba que permitir cacofonías y sinalefas era signo inequívoco de torpeza. Con diligencia cultivé cierta pericia para rastrear a estas temidas alimañas, pero nunca desarrollé la perspicacia necesaria para saber cuáles tenía que exterminar y cuáles mantener. Así es que las uso mal y a destiempo, por lo que mis textos suelen parecerse a esas mujeres poco agraciadas que se pintan el cabello, se ponen vestidos ajustados que evidencian la grasa acumulada, se embadurnan la cara de maquillaje y se bañan en perfumes estridentes. La búsqueda desesperada de la belleza solo hace más notoria su ausencia.
Pero, no ser escritor —sin las itálicas que lo hacen parecer un asunto trascendental— no solo es una cuestión de deficiencias técnicas, sino también de actitud ante la vida. Tiene que ver con la forma en que te paras en la calle cuando llueve, con corresponder a la sonrisa de una mujer acompañada de un hombre peligroso, con la avidez con la que vacías una copa de mezcal de mala calidad, con el desdén con el que contemplas el triunfo y el fracaso, con llorar con un solo de Miles Davis y reír en los funerales, con dejar que el corazón se te salga por la boca y quede tendido en el piso listo para que se lo meriende un perro callejero. Ser escritor es algo que no soy. Es útil recalcarlo para justificar el caos, la ausencia de tensión narrativa, la obvia inconexión entre ideas, los errores de redacción y los saltos en el tiempo que abundarán en las siguientes páginas, y que un escritor tal vez evitaría.
Como parte de mis prácticas profesionales, hace años tuve que viajar a un pueblo perdido en la sierra oaxaqueña: tenía que hacer un reportaje para la revista de una organización dedicada a ayudar a comunidades marginadas. Entre otras historias inolvidables, ahí conocí la de una mujer que todos los días recolectaba en el monte ramas secas que después transportaba sobre sus espaldas por diez kilómetros hasta el pueblo donde las vendía por un precio irrisorio. Después caminaba los diez kilómetros de regreso a su miserable choza donde la esperaba su marido, siempre borracho, para golpearla e insultarla hasta que lo venciera el sueño. El ritual se repetía sin variación día con día. Le pregunté a la mujer por qué no abandonaba a su esposo, aunque lo que en realidad quería saber era si jamás le había pasado por la mente tomar una de las pesadas ramas y golpearlo con esta hasta hacerlo puré. Ella me contestó que se «habían casado ante Dios y habían jurado estar juntos hasta que la muerte los separara». Pregunté entonces de dónde sacaba fuerzas para soportar una existencia tan dura. Ella respondió sacando de debajo de la blusa el crucifijo que llevaba colgado al cuello: «De Él». La experiencia fue tan impactante que supe que no había lugar para la indefinición en la que había flotado hasta entonces. Tenía que elegir una de las dos alternativas que se me presentaban: abrazar la religión y la fe con el mismo fervor que aquella mujer —y como ella hacerme indestructible—, o aceptar la orfandad metafísica y abjurar para siempre de esas creencias que hacen que un ser humano consienta tener una existencia de sufrimiento a cambio de una gozosa vida futura ofrecida por un dios improbable. La decisión fue ardua, pero al final, no me quedó la menor duda de que ese era el único camino viable para mí. Por eso hoy puedo afirmar sin la menor vacilación que No soy creyente. No me refiero solo a mi perspectiva ante la existencia del dios, sino en general a mi incapacidad para creer cualquier cosa que no pueda comprobar por medio de los sentidos o del razonamiento lógico. E incluso sobre estas tengo serias dudas. No sé si existe algún dios, pero estoy convencido de que los libros sagrados que dan fe de sus designios, son obras de ficción escritas por hombres comunes, sin ninguna colaboración sobrenatural. Nunca he podido creer que los autores de la Biblia estuvieron inspirados por alguna deidad, ni siquiera por musas me- nores. No encuentro en esta más que chispazos aislados de sabiduría, un poco de sentido común, algunas nociones morales válidas para la época y una hornada de historias con connotaciones francamente perversas. Si estuviéramos obligados a encontrar la inspiración divina en obras humanas, me decantaría por el Réquiem de Mozart, los sonetos de Shakespeare o los trazos de Degas.
Como consecuencia lógica, descreo de las religiones fun- damentadas en la existencia de uno o más dioses. Tampoco creo en santos, vírgenes, ángeles ni en ningún miembro de la corte celestial. No creo en la existencia del alma ni en los paraísos, purgatorios e infiernos que se le deparan. Tampoco creo en la vida alienígena, en los fantasmas, en los poderes psíquicos, en la magia, en la astrología, en los monstruos, en las brujas, en el diablo, en milagros y maldiciones, en el sexto sentido o en el poder conferido a los números, los aromas, las piedras, las plegarias, los colores, los signos o cualquier otra cosa que no pueda ser justificada por la ciencia. En resumen, practico un escepticismo vasto e intransigente.
Manifestar que No soy creyente es relevante, sobre todo cuando en la misma frase aclaro que soy reportero de Prodigios, una revista dedicada a los fenómenos paranormales y los temas esotéricos. Es decir, que me gano la vida escribiendo reportajes sobre imágenes milagrosas, avistamientos de ovnis, casas embrujadas y, en general, sobre todo aquello para lo que no hay una explicación lógica. Esta aparente incongruencia entre lo que soy (o no soy) y lo que hago puede ganarme el distintivo de cínico. No lo soy. Como ya dije, reniego de espectros, santos y extraterrestres, pero me fascina que la gente crea en ellos; me intrigan hasta la desesperación los mecanismos mentales que hacen que personas sensatas e instruidas guíen sus vidas basándose en normas dictadas por seres cuya existencia no es verificable. No critico ni juzgo a los creyentes; por el contrario, me maravillan y, en cierta forma, los envidio. Me causan a la vez una ternura similar a la que produce un niño que mira a su pez flo- tar en la pecera esperando que despierte, y la admiración que procede de aquellos que luchan por causas perdidas de antemano. Así que cuando investigo, entrevisto y redacto, aunque cada una de mis neuronas está convencida de que todo aquello es falso y producto de las innumerables coincidencias de las que está plagado el universo, no es el malévolo deseo de manipulación el que me hace escribir reportajes sinceros e incluso apologistas, sino una verdadera simpatía —siempre perpleja— hacia aquellos que tienen la capacidad de creer más allá de toda razón.
De igual manera, decir que escribo reportajes puede resultar contradictorio con el hecho de No ser escritor. No lo es. Colocar algunas letras junto a otras para formar palabras que al unirse con sus similares constituyan frases, que con un poco de esfuerzo y mucha suerte resultan coherentes, no es escribir. Escribir —con la mayúscula sardónica y la cursiva cursi— implica que esas mismas palabras no solo se vinculen entre ellas, sino que también estén conectadas con las vísceras del que las conjura para que así —si el azar lo permite— el lector al exponerlas a su vista vea afectadas sus propias entrañas. Por eso, escribir tiene que ver más con órganos internos y con los flujos, visibles e invisibles, que los recorren, que con la gramática y la ortografía. Lo que yo hago es escribir —con injuriosa minúscula—, es decir, usar las palabras para relatar cómo una vendedora de zapatos para dama encontró en una bolsa de papas fritas una papa que con colosal imaginación tiene los rasgos de la Virgen del Perpetuo Socorro, y cómo esa fortuita aparición cambió la vida de la comerciante y de los locatarios del tianguis en el que trabaja.
Para completar el cuadro de las paradojas, debo aclarar que en mis artículos para Prodigios uso con prodigalidad metáforas, adverbios y gerundios; los peores especímenes de cada especie y todos empleados de la manera más indecorosa posible. Así que, bien vista, mi vida es como una mujer maquillada y perfumada en exceso que camina por el campo en un vestido entallado cargando un pesado hato de ramas en espera del momento de llegar a casa y ser apaleada por el marido borracho.
Mi nombre es Mateo Bazán Villena y también es relevante porque está relacionado con la palabra escrita, las creencias y mis padres. Hace veintidós años mi abuela cayó gravemente enferma. Un día me llamó y con gran esfuerzo me susurró al oído:
—A tus papás les fue difícil elegir tu nombre. Pelearon mucho para decidirse por Mateo.
Eso fue lo último que me dijo; murió a los dos días. Semanas después se lo comenté a mis padres. Ellos fueron recordando con dificultad: mi madre había deseado para mí un nombre católico, mi padre quería uno que rindiera homenaje a sus héroes, los grandes navegantes y exploradores de la antigüedad. Aunque no lo especificaron, intuí que solo después de largas negociaciones dieron con un nombre que satisfacía ambos requisitos: Mateo, el evangelista, por parte de madre, y por parte de padre, Mateo Polo, tío y guía del célebre explorador Marco Polo.
Nunca entendí por qué era relevante la confesión de mi abuela.
Además del nombre, otros aspectos de mi persona son producto de la diferencia de opiniones de mis padres. Mi madre siempre ha sido una apasionada lectora de novelas: ya de niño los nombres de Tolstoi, Dostoievski, Flaubert y Proust no me eran ajenos. Mi padre es también un lector asiduo, pero solo de libros de historia, en especial de aquellos relacionados con exploraciones y descubrimientos. Consume con avidez y atención monásticas los relatos de los hombres que abandonando todo se lanzaron a la aventura y recorrieron el planeta en búsqueda de tierras ignotas. Aunque nunca lo dijo, siempre he intuido que desprecia en secreto la ficción. Alguna vez le pregunté por qué no leía novelas y él me contestó que la realidad es más rica y sorpren- dente que la más prolífica imaginación. Por supuesto, no le causa ningún conflicto que las crónicas de expediciones estén cargadas de episodios ficticios; mientras huela a Historia —con la imponente mayúscula—, cualquier licencia es válida.
El amor de mis padres por los libros tal vez fue determinante para que yo acabara dedicándome a la palabra escrita, aunque la displicencia de mi padre hacia la ficción, me impedía —en un nivel freudiano— ser escritor. Así que no fue difícil decidirme por la carrera de periodismo.
Como mencioné antes, mi madre quería para mí un nombre católico, pero no se debe a que sea una mujer especialmente religiosa, al menos no en el sentido convencional del término. El catolicismo de mi madre es singular; tanto que estoy convencido de que muchas de sus prácticas y credos son por completo invenciones suyas y tienen poco o nada que ver con el dogma cristiano. Por ejemplo, tiene una preciosa caja de cerámica en la que guarda un ejército de santos materializados en figuras de plástico o estampitas. Como una yerbera que organiza sus plantas según los males que curan, mi madre tiene clasificados a sus santos de acuerdo a sus propiedades y a las situaciones en las que hay que recurrir a ellos. Si a alguien le duele la cabeza, saca de la caja la figura de San Pantaleón y le prende una veladora. Si mi padre pierde su agenda —que insiste en que sea de papel— mi madre extrae la estampita de San Antonio. Si algún conocido se queda sin trabajo, ella pide la intervención de Santa Lucía. Conjeturo que a cambio de esos favores, ella le ofrece a los santos sacrificios de equivalente valor. A los pocos días de que mi tía fue diagnosticada con una enfermedad del páncreas, apareció en la sala la imagen de San Judas Tadeo custodiada por una veladora. Quince días después, mi tía estaba en franca recuperación. El santo de las causas perdidas volvió entonces a la caja de cerámica y mi madre estuvo una semana sin comer postre, sacrificio que representa para ella un verdadero suplicio, y sobre el que no pudo dar explicación convincente. Su relación con los santos es cordial, pero basada en la reciprocidad: cuando les solicita pequeños milagros o favores, invariablemente paga por ellos. En cambio, sus vínculos con el dios (en sus tres personalidades) y con la virgen (en cualquiera de sus manifestaciones) son lejanos y fríos. Para ella es más fácil relacionarse con los santos porque le son más cercanos: son personas comunes y corrientes que tras una vida de sacrificio y dedicación adquirieron dones y poderes que ahora comparten. El dios y la virgen son más complejos: requieren de un aparato ontológico que para ella resulta demasiado laborioso. Por supuesto, asume con tranquilidad su existencia, pero solo desde una postura, digamos, oficial. En la intimidad, es con los santos con quienes lleva una relación estrecha.
Bien visto, el catolicismo de mi madre es casi amoral: un permanente viaje de ácido lisérgico en el que dialoga con seres fantásticos sobre asuntos que van más allá del bien y del mal. Esta religiosidad sui generis también se refleja en su afición por la iconografía sacra: atesora con ahínco pinturas, grabados y esculturas con motivos religiosos, pero siempre y cuando no muestren dolor o amargura. En con- secuencia, quedan excluidos los cristos sangrantes, los crucificados, los santos martirizados y toda esa cuantiosa porción del arte católico dedicada a ensalzar el sufrimiento. No es de extrañar que predominen en su colección los ángeles y querubines de rostros dulces.
Mi padre, por el contrario, es ateo declarado y practica un enérgico jacobinismo que se traduce con frecuencia en virulentas críticas a la Iglesia y sus representantes. En cambio, profesa una devoción casi religiosa hacia la historia de las grandes exploraciones de la antigüedad, que se manifiesta en dos acciones recurrentes (además del consumo ávido e indiscriminado de todo el material impreso o televisado relativo al tema): el acopio compulsivo de barcos a escala, armas, mapas y todo lo que remita a esas travesías, y la constante manifestación de sus planes para emprender un viaje con el objetivo de recorrer las rutas seguidas por los exploradores.
Mi madre detesta los galeones y mosquetones de mi padre y él odia los arcángeles y virgencitas de mi madre. Tras años de acaloradas e infructuosas discusiones, al final decidieron que ambas colecciones podrían cohabitar en paz. Así es como a lo largo de las cuatro décadas que llevan de casados, su hogar se fue convirtiendo en un insólito museo en el que los modelos a escala de las carabelas de Cristóbal Colón son franqueadas por una representación de la Sagrada Familia hecha de pasta y coloreada en tonos pastel.
Como resultado de la interacción con las filias y fobias de mis padres, yo desarrollé un saludable agnosticismo, un desprecio por la iconografía religiosa y los barcos a escala, una indiferencia total hacia la historia y un ambivalente sentimiento hacia los viajes.
Tengo dos hermanas menores. Una es odontóloga, está casada con un ingeniero y tiene dos hijos varones. La otra es economista, está casada con un abogado y tiene una niña y un niño. Por supuesto, los críos son la adoración de mis padres, y toda reunión gira en torno a ellos y a temas relativos a la cálida y aburrida cotidianeidad familiar, por lo que siempre tengo la sensación de salir sobrando. Al ya imperdonable ultraje de ser el hermano mayor y no tener cónyuge ni descendencia, se suma mi vergonzante empleo, del que nadie habla nunca.
Creo que es necesario agregar un par de cosas más respecto a mí, no porque sean extraordinarias o siquiera interesantes, sino porque le aportarán contexto a lo que narraré después, y justificarán —al menos en parte— mis acciones y reacciones. Estuve casado seis años con Daniela y la mayor parte del tiempo muy enamorado de ella. Debido a que aplazamos indefinidamente el tema de la procreación, la ruptura fue expedita y definitiva, como una espada samurái que de un solo golpe parte un corazón por la mitad. La decisión de separarnos fue súbita y unilateral. La tomó Daniela. Argumentó que se debía a mis muchas negligencias hacia ella. No las niego, pero la verdadera razón es que se enamoró de alguien más. Por el momento no abundaré en ese tema.
Las consecuencias de un divorcio, sobre todo cuando fuiste desechado y sustituido, son más de las que se pueden prever. Están, por supuesto, las cuestiones prácticas: la repartición de los bienes adquiridos en pareja, la búsqueda de un nuevo lugar para vivir, la mudanza, los mil y un quehaceres domésticos y, por supuesto, el aspecto financiero, que en mi caso no resultó tan catastrófico, ya que Daniela no solicitó ningún tipo de compensación económica. Pero, sobre todo, pesan el inevitable desmoronamiento de la autoestima, la repentina y estrepitosa soledad, los momentos incómodos producto de la interacción con amigos mutuos: las humillantes muestras de compasión, los insultantes intentos de presentarte a otras mujeres y los tropezados esfuerzos por ponerte de pie e intentar nuevas relaciones sentimentales. Aunque, claro, el divorcio también me trajo innegables ventajas: el regreso del silencio (que Daniela se apresuraba a llenar con su interminable perorata de temas intrascendentes), la desaparición de los engorrosos eventos sociales que nos inundaban (todos imputables a ella), el fin de los impredecibles tsunamis emocionales, la posibilidad de salir con cuantas mujeres se me diera la gana, la oportunidad de conocer al verdadero amor de mi vida y, por encima de todo, la libertad; la bendita libertad para decidir qué compro, a quién veo, qué como, a dónde voy, cómo me visto y cuándo rascarme la entrepierna. Al final, como en todos los aspectos de la existencia humana, el balance tiende a cero: las cosas malas y las buenas se compensan y uno se las ingenia para sobrevivir de la mejor manera posible.
El otro dato relevante es que cumplí cuarenta años hace unos meses. Siempre consideré ridículos a aquellos que mienten sobre su edad o que se deprimen en sus cumpleaños. Ya no me lo parecen. Semanas antes de mi cumpleaños, estaba en el supermercado buscando un aderezo para ensaladas que no supiera a pegamento industrial, y a unos pasos de mí cuatro adolescentes debatían sobre cuál era el mejor dip para acompañar las monumentales bolsas de frituras y comida chatarra que llevaban en el carrito coronando una abundante provisión de cervezas. En algún momento de la discusión, uno de ellos sugirió, para aclarar cierto punto: «Si no me crees, pregúntale al don». Se refería a mí. Fue entonces que me di cuenta de que yo ya no era el joven imprudente que compra cervezas para beber en exceso con sus amigos, sino un hombre maduro que para mantener bajos los niveles de colesterol tiene que comer ensaladas con frecuencia. Cualquiera que me viera por primera vez no tendría la menor dificultad para determinar que hace mucho que fui exiliado de la adolescencia, pero para mí no era tan obvio; yo había conservado hasta ese momento la idea de que seguía siendo joven y que la gente me veía así, no como un «don». En un segundo, la certeza del tiempo perdido me golpeó con una contundencia que pocas veces había sentido en mi vida. Fui consciente de que la adolescencia, la juventud e incluso la juventud tardía, se habían desvanecido; y con ellas, muchos de los sueños que fui acumulando durante cuatro décadas. Una multitud de cosas que pensé ser y hacer apareció frente a mí, desfilando por el pasillo del supermercado como si fuera una pasarela, y una a una, en un cadencioso striptease, fueron despojándose de sus vaporosos atuendos marcados con las etiquetas de probable, quizá y en un futuro, para quedarse en la ignominiosa desnudez de los imposible y los nunca. Ver las pieles fláccidas y estriadas, los pechos vencidos y los pubis marchitos de los Sueños que jamás se harán realidad es uno de los momentos más desgarradores en la vida. Se abre bajo nuestros pies el abismo de la Constatación de que la existencia no tiene sentido y uno busca aferrarse a todo lo que esté a la mano para evitar ser tragado por él: los logros pasados, los cariños, la fabricación exprés de nuevos sueños (más mesurados, alcanzables y, por lo tanto, opacos y romos), el autoconvencimiento de que la madurez radica en encontrar la felicidad en las cosas simples que nos rodean. Nada funciona al 100%. Por eso nos vemos obligados a recurrir a otros métodos: el diligente estudio de las áridas filosofías, la diaria mortificación del cuerpo en un gimnasio, el apoyo desinteresado y desinformado a alguna causa social, la búsqueda del placer genital, el ascetismo oriental, la obnubilación mediante el consumismo, el culto a la salud o a la belleza, alguna forma exótica de espiritualidad, los deportes extremos, el arte o la acumulación de riquezas. ¿Cuál es el mejor?
Depende de la distribución de fuerzas reinante en tu cabeza en ese momento, de si las memorias y experiencias que has acumulado durante tu vida son armas útiles para tus ángeles o para tus demonios. Para la mayoría de las personas, ninguno de los bandos tiene preeminencia absoluta, por lo que se requiere de fieras batallas para elegir al que decidirá el rumbo. En mi caso, ha sido una combinación de varias, o mejor dicho, la oscilación periódica entre la intención de llevar una vida más sana y equilibrada y el escrupuloso cultivo de diversos vicios complementarios.
Fue en una de las fluctuaciones de mi péndulo existencial que decidí huir durante las vacaciones a uno de esos descomunales resorts atiborrados de turistas extranjeros, para administrarme generosas dosis de alcohol, música, sexo imprudente y novelas certificadas por el paso del tiempo. Estaba en la alberca sumergido en un caleidoscopio de jirones de cielo, mar y bikinis, cuando vi que algunos empleados del hotel recorrían el área de las tumbonas llevando dos enormes guacamayas que colocaban en los hombros y brazos de los huéspedes para tomarles fotografías que después les vendían a precio de oro. Los estadounidenses, que constituían la inmensa mayoría de los visitantes, simplones y bastante dados a ser deslumbrados con fruslerías, miraban sonrientes a los animales, ansiosos de que llegara su turno. Recuerdo a un hombre de aspecto sombrío que bebía y fumaba viendo hacia la mar. Los empleados sorprendieron al ensimismado turista y le colocaron los animales en los hombros antes de que él pudiera darse cuenta. El hombre apenas pareció inmutarse, solo dio una profunda fumada a su cigarrillo y exhaló el humo de izquierda a derecha sobre las aves. Las guacamayas, a pesar de estar acostumbradas a la interacción humana, saltaron alarmadas e intentaron alzar el vuelo, causando una gran conmoción. Cuando los empleados pudieron tranquilizarlas, se las llevaron de ahí dando por terminada la sesión fotográfica. El hombre continuó fumando y bebiendo inconmovible, indiferente a las miradas de reproche de los huéspedes. El incidente se me quedó grabado, porque tuvo algo de catalizador, de desvelamiento de la mísera naturaleza humana. Ahí estábamos: un enjambre de sonrisas narcotizadas por el alcohol, el sol y la brisa marina; todos hinchados de autocomplacencia, fingiendo que el mundo se limita a ese pequeño paraíso artificial en el que las aves, como ángeles multicolores, nos traen la buena nueva: solo existen la belleza, la alegría y el placer. Pero había un hombre, que armado de su cigarrillo y un vodka con tónica, se había resistido a pretender y tal vez reflexionaba que la mierda en la que estamos hundidos es más profunda que el océano que contemplaba. Optó por no condescender, por no dejar que esos misioneros del gozo perenne irrumpieran en su melancolía decididos a llevarlo de vuelta al edén. Así que desafió la convención: dejó que los júbilos emplumados desaparecieran en el humo de su pesimismo, que los aleteos de desesperación de las aves estrellaran el cristal color de rosa, y la realidad se nos presentara tal y como es, como la conocemos cuando estamos fuera de las burbujas que nos construimos para no aspirar su atmósfera mefítica. El hombre se quedó ahí sentado, con su traje de baño negro, su camiseta de Jethro Tull, sus lentes oscuros, su vodka, su cigarro y el rostro barnizado de bloqueador solar que no le serviría para protegerlo de las miradas cargadas de odio de aquellos que lo habían visto violar su sagrado derecho a evadirse una semana al año del mundo inhóspito que erigen las cincuenta y una restantes. Por fortuna, bastó con un poco de reggae en el sonido local y que un mesero repartiera a diestra y siniestra daiquiris de mango para que se restituyera el ensueño y la felicidad regresara a la alberca. Pero para mí, ya nada volvió a ser lo mismo. Me di cuenta de que por más lejos que huyera, no habría lugar alguno donde pudiera esconderme de esa verdad innegable: tengo cuarenta años y es mucho lo que no soy.