La llamada de María, de Miguel Rodríguez Otero
En Eñe tenemos una sección para que los lectores enviéis vuestros relatos. Esta semana tenemos el placer de compartir con vosotros este breve cuento de Miguel Rodríguez Otero. ¡Gracias por enviarlo!
Autor: Miguel Rodríguez Otero
Nota biográfica del autor:
Miguel Rodríguez Otero, 1968, BA en Liberal Arts, profesor de adultos en programas bilingües. Colabora con relatos en diversas publicaciones que recoge en ‘el cucurucho del pescao’, es autor de Declaraciones Inconfesables (Aurora Boreal), y vive en un pueblito costero de Galicia tratando de ser un digno bárbaro.
Texto:
A María siempre la llamaban a las seis de la tarde. Lo sé porque me fijo en las horas, las cosas en mi vida suceden con regularidad. Es difícil precisar cuándo algo comienza a hacerse frecuente, pero, cuando uno repara en ello, este hábito ya ha ido afianzándose durante semanas o meses y establecido sus propios motivos para quedarse y coexistir. En la casa, nuestras mañanas eran una sucesión de preparativos rituales –la compra, el baño, la comida– antes de llegar la hora del té, el momento del día del que todos estábamos pendientes. Llamaban todas las tardes. El teléfono sonaba y los demás estábamos ocupados, ansiosos y más o menos ocupados con nuestras cosas, las que sean, las que fueran, uno no guarda recuerdos nítidos de las cosas que siguen la frecuencia, solo de las que se la saltan, las anómalas, las extraordinarias. Nuestras vidas eran así, anómalas pero carentes de lo extraordinario. Quizás por eso no nos llamó la atención que a María la llamara alguien siempre a las seis de la tarde, un hecho que se transformó en una rutina más que con los meses fue dejando de ser novedosa y que acabamos por asimilar y hacer nuestra.
Hay gente que siente los automatismos como un poder devastador: la rutina de hacer todos los días lo mismo, de buscar la distancia o el sexo con los mismos cuerpos, amar y odiar a las mismas personas de la misma forma. A nosotros, sin embargo, esto nos da seguridad, nos ayuda a olvidar lo que fuimos y nos hace conscientes de lo que a base de esfuerzo y de hábitos hemos logrado ir siendo: las frecuencias construyen el espíritu, o al menos una parte de él, minimizan y alivian el deterioro de lo aleatorio. Un hombre sin rutinas es un desalmado o un bárbaro, como lo fuimos nosotros. Lo sé bien, recuerdo todas las horas. Por eso nos pareció adecuado que, si alguien tenía que irrumpir en nuestra vida, lo hiciera con un respeto escrupuloso y llamara siempre, todas las tardes, a las seis, por ejemplo, y a la misma persona, a María. Al fin y al cabo, ella era la única aún distinta a nosotros. Creo que de alguna manera siempre supimos que este momento sucedería, que llegarían todos estos instantes a las seis de la tarde en los que alguien la reclamaría, en los que ella saldría momentáneamente de nuestra vida para ser la que fue antes de ser quien es, la que acordamos silenciar, la que nunca le contamos que fue cuando la trajimos aquí, con nosotros, tan niña aún, para ser ella, María.
Las llamadas no eran largas, apenas unos minutos y María retomaba la actividad que estuviera haciendo, el té, una tarea pendiente, un bizcocho en el horno. Una llamada que apenas interrumpía la secuencia lineal del día, de las cosas que éramos. A veces hay un momento en la vida en el que lo que hacemos adquiere más importancia que lo que somos, de forma que nosotros mismos pasamos a ser las cosas que hacemos. Esto siempre sucede de manera no extraordinaria, sin apenas sentirlo, sin percibirlo siquiera. A fin de cuentas, uno elige ciertas rutinas porque piensa que lo mantendrán a salvo, que no alterarán lo que cree que es. Cada uno escogemos nuestros propios monstruos, y nadie nos advierte de ello, nadie nos llama a las seis para decirnos ‘te estás convirtiendo en esto’, nadie nos mira ni rompe nuestras precauciones. Y así la misma tarde tiene lugar día tras día y con ella nosotros, que ya no nos extrañamos de la llamada de María, de su tono dulce al contestar, de su parquedad inicial, su ocultismo, sus respuestas en clave con palabras que al principio juzgábamos extraordinarias por su cifrado. Con el tiempo, también lo secreto pasa a ser rutinario y uno se acostumbra a convivir con los misterios de los demás. No los conoce, simplemente aprende a identificarlos, sabe que están ahí, se da cuenta de cuándo se manifiestan, pero no se altera el ritmo de la vida. Así es como la llamada de las seis de la tarde pasó a ser algo más nuestro que de María, algo que marcaba nuestro día, nuestras expectativas, los miedos que no nos dejan dormir, las conversaciones inacabadas a lo largo del día, y todo porque sabíamos que a las seis habría una llamada que aparentaríamos apenas percibir por lo rutinario, nuestra vida gira en torno a algo que ni nos incluye ni nos afecta, algo a lo que ni siquiera tenemos acceso pero que está ahí, que no se va, en esto nos hemos convertido, en seres que cuentan las horas con sucesos que no viven.
Aquella tarde, sin embargo, no sonó el teléfono. María estaba preparando el té, como tantas veces, pero no hubo llamada ni nerviosismo por su parte, como si supiera que ese día no hablaría con la persona en cuestión. La interrupción de esta rutina provocó un despertar brutal en la casa, un torbellino de acciones y gritos, pasos en direcciones contrapuestas, palabras inquietantes a medio terminar sin un destinatario específico. ¿Qué podría haber pasado, acaso habíamos obviado algún detalle? En pocos minutos nuestra ira se fue centrando en el desconocido al que juzgamos responsable de haber trastocado la monotonía que nos protegía. Nos miramos unos a otros. Todos nos sentíamos casi salvados de repente, todos sabíamos quiénes éramos, seguíamos allí después de tantos años, la rutina nos apacigua, pero nada calma a la bestia. Nos miramos despacio, nos reconocimos después de tantas horas a las seis de la tarde (y antes de esta, en la sobremesa). Sí, las recordamos todas, nos recordamos en todas. Éramos nosotros. Y entonces, justo entonces, sonó el timbre de la puerta. Todos sabíamos ya qué hacer, nadie tenía dudas ni inseguridad, como si el poder anestésico de tantos años mortecinos y ocultos se hubiera concentrado en aquel instante, en aquel momento que – sabríamos más tarde – sería decisivo para todos.
Al oír el timbre estábamos aún tan agitados que pensamos que era el teléfono. Nuestro miedo sugería que todo estaba bien, que solo había sido un retraso, que no pasaba nada. Pero todo había cambiado ya, y María no atendía la llamada, sino que dirigía sus pasos hacia la puerta. El timbre sonó una sola vez, sin insistencia, y María acudió con seguridad, como sabiendo quién era y para qué venía a buscarla, porque sin duda era alguien que preguntaría por ella. Por qué hoy precisamente, por qué no otro día, ¿tal vez nos habíamos perdido días o meses anteriores? Quizás el teléfono no había sonado las últimas semanas y ni siquiera nos dimos cuenta. María abrió la puerta, ajena a nuestra demencia. Abrió y lo extraordinario sucedió inevitablemente en aquel momento. Aunque, de hecho, que sucediera algo ya era por sí mismo extraordinario.
Un día, mucho después de todo aquello, sonó de nuevo el teléfono a las seis de la tarde. María ya no estaba, llevaba mucho tiempo muerta, muchas horas muerta, y no era probable que la llamada fuera para ella. El primer día no respondimos a la llamada. Tal vez se habían equivocado. Pero volvió a suceder. Volvieron a llamar una y otra vez a la misma hora – las seis de la tarde – y nosotros a actuar como si la parálisis fuera también una rutina más de la vida, una forma de ser y de ordenar el día y el espíritu. El día que respondimos a aquella llamada, oímos al otro lado de la línea lo que siempre habíamos temido, aquello de lo que nunca habíamos hablado. Era una voz suave, casi cálida, de mujer. Nos hacía saber que vendría a vernos, a visitarnos en unas semanas. Algo dejó de luchar en nosotros en aquel momento, algo dejó de esforzarse y de contar las horas y las muertes. Algo se rindió por fin en nuestro interior y nos observó devorarnos y despedazarnos salvajemente igual que antes, palabras y miembros, cuando aún éramos inmunes a su voz, cuando nada presagiaba que la encontraríamos de nuevo. Ya queda muy poco de nosotros, los que fuimos.
Fotografía: Nacho (Todos los Creative Commons)