Bebo porque bebo (y leo porque leo), por Juan Bautista Durán
«Sé perfectamente que no se puede tener una larga y feliz vida bebiendo, pero ¿cómo se puede tener una larga y feliz vida sin beber?» Se lo pregunta el protagonista de Casa del Ángel Fuerte (Acantilado, 2004), aclamada novela de Jerzy Pilch (Wisla, 1952) en que el alcohol corre por las venas de todos los personajes. Vodka y más vodka, y champán también. El protagonista ha sido internado dieciocho veces en la Unidad de Alcohólicos, y sabe que a su salida volverá a beber, que tarde o temprano y por grande que sea su esfuerzo empinará de nuevo el codo. Y con toda su voluntad, además. Cualquier excusa es buena, como queda claro en el siguiente fragmento: «Bebo porque bebo. Bebo porque me gusta. Bebo porque tengo miedo. Bebo porque estoy genéticamente condicionado. (…) Bebo porque me falta personalidad. Bebo porque no estoy bien de la cabeza. Bebo porque soy demasiado tranquilo y quiero animarme. Bebo porque soy nervioso y quiero calmar los nervios. Bebo porque estoy triste y quiero alegrar el alma. Bebo cuando estoy felizmente enamorado. Bebo porque en vano busco el amor. (…) Bebo cuando bebo la primera copa y bebo cuando me bebo la última copa; entonces bebo tanto más porque la última copa no la he bebido nunca.»
Pilch arma un fuerte discurso beodo a través del protagonista, escritor, hombre a todas luces fracasado pese al relativo éxito literario que se le supone. La suya es una vida a la deriva, más avergonzado de no beber cuando no puede que de ser un alcohólico. Tiene muy claro cuál es su problema; pero, por más que uno sepa, la parte de la realidad que nos bebemos y se escurre y por tanto ignoramos es enorme. Lo mismo sucede al entrar en una librería, donde los estantes abarcan más allá de nuestro desconocimiento y nos reducen, nos dejan contemplativos y dudosos, aun cuando uno entra con las ideas muy claras. Es inevitable que el contraste entre nuestra idea prefigurada y los tomos que la vista abarca nos desconcierte. Me declaro incapaz, al menos —y lo digo con el yo por delante, a la manera del protagonista de Pilch—, de entrar en una librería y dejar de hojear las novedades y los autores que despierten mi interés. Y soy incapaz también de pasar delante de una librería sin detener la mirada, ya no por deformación profesional, sino por inquietud infantil. Por impulso. Porque cada vez más, en el enrarecido ambiente actual, hacen las veces de refugio. Podría decir también que entro en las librerías cuando estoy triste, para alegrarme el día, y cuando estoy contento porque el ánimo me lo pide. Allí se encuentran todos los seres con los que uno se puede topar en este mundo, personas de las más variadas profesiones, honradas o hipócritas, agradables o detestables, borrachas o abstemias. Lo importante es que, sean lo que sean, lo sean de verdad, sin imposturas ni finuras de tres al cuarto, y eso quien mejor lo sabe es el librero. De hecho, llama la atención que en ningún momento Pilch lleve a su protagonista a una librería, espacio ideal para los borrachos mayores, para el vicio que se enreda con el ingenio. No son pocas las referencias literarias —Dostoievsky, Shakespeare, Lowry, Cioran— y sin embargo el librero no aparece.
El librero estuvo del otro lado, al darme a mí la referencia. No se trata únicamente de que reciban y vendan los libros, sino de que creen su fondo al margen de las novedades y sepan cuáles merecen la pena y cuáles son para cada lector. Un librero puede arruinar o elevar la experiencia al lector, pero es más probable que éste se la arruine a sí mismo si no confía en el librero. Y es común que los lectores, ante la duda, se callen, decidan que el libro que buscaban no está o que ninguno en verdad responde a lo que quisieran leer. Pregunten, en serio: el título que están buscando con seguridad estará en un estante donde no miraron —si no, se puede pedir— y en caso de duda general el librero sabrá orientarles. Parece más fácil preguntar en una zapatería, de pronto, en un colmado o una juguetería, que en la librería; y eso, ya sea por timidez o por inseguridad lectora, no demuestra sino una deficiencia en la cultura literaria de nuestro país.
Una de las frases favoritas de las doctoras de la Unión de Alcohólicos de Pilch es «hay tanto en ti de enfermedad como de secreto», y ese secreto, cuando no la enfermedad, es el silencio frente a las baldas extendidas de las librerías, atestadas de papel, negro sobre blanco, páginas intrascendentes junto a otras que habrán de quedar para los lectores futuros. Y que la opinión de uno disienta con la del librero, eso poco importa, siempre y cuando la lectura haya sido provechosa. «A los lectores no hay que examinarlos del conocimiento de los textos, hay que regocijarse con su mera existencia», escribe Pilch en boca de otro personaje. Su prosa es ágil y abunda en las repeticiones del alcohólico, así como en aliteraciones y un deambular del protagonista que mezcla los tiempos de la narración y genera un espacio único, un espacio que es su discurso completo, con las idas y venidas de la Unidad de Alcohólicos, las mujeres que lo amaron y la continua postergación de una lavadora nueva. En esa decadencia se entiende una crítica a la sociedad polaca y a su dependencia del alcohol. «Bebo cuando algo me duele y quiero calmar el dolor. Bebo por añoranza de alguien. Y bebo por exceso de satisfacción cuando hay alguien conmigo. Bebo escuchando a Mozart y leyendo a Leibniz. Bebo a causa del éxtasis carnal y bebo a causa del apetito sexual.» La novela está dividida en veinticinco capítulos titulados, una decisión, ésta de los capítulos, que en momentos interrumpe el fluido etílico pero no le quita brillo a una trama cuyo fin es el diluirse. Hay que beberse el libro. Y volver por otro a la casa del Ángel Fuerte que asimismo es la librería.