Resort de Juan Carlos Márquez, una lectura de Javier Divisa
El verano y las apariencias. El querer ser felices. El querer dejarse engañar porque es la única manera de ser felices.
Mientras su hijo llora y aprende una lección inútil que no le llevará a ningún lado, el hombre piensa que hace un momento su hijo era feliz construyendo su castillo, y él y su mujer tomaban el sol placenteramente, y ahora todo se ha ido a tomar por el culo por culpa de una vieja y su nieto, sin ninguna necesidad, por las putas apariencias. Pero pronto el niño tendrá de nuevo su pala y recuperará su castillo. Dejará de llorar. Aparecerá en el cielo de nuevo la avioneta.
Hay un empeño, una inquietud por exhibir incidencias y realidades que muchos pensamos, y por supuesto, muchos decimos sin miramientos, ni especiales cautelas, en el universo del verano delante de nuestros congéneres. Qué gente más fea. Cuánto hijoputa hay en los hoteles, en la playa, en la piscina, en el verano (entiéndase una miscelánea de carencias estéticas, armónicas y educacionales), siendo la gran consecuencia una referencia muy plausible en Resort, y realista, lo cual doy por descontado desde un punto de vista fatídico y desde una percepción categóricamente arrolladora y verídica que evidencia que la novela es mucho más admirable y meritoria como mecanismo analítico del presente que como intrigante, aunque de enigma y expectación no esté mal ejecutada. De hecho mantiene un notable hálito inquietante, enigmático, con la desaparición del niño alemán, aunque yo no he venido aquí a revelar el desenlace.
También hay consideraciones a referencias germánicas y fenómenos meteorológicos en la televisión, rematadamente originales.
A los alemanes les gustan las colas. Solo se necesitan dos alemanes que esperan para formar una cola. Son capaces de formar colas ante una fuente de ensalada de patata con brócoli mientras el resto del bufet permanece vacío.
La historia del nazismo es una historia de hileras. Pero el orden alemán fue derrotado por el orden de la naturaleza: primavera, verano, otoño, invierno. Los alemanes invadieron la Unión Soviética y, absortos en su propio orden, menospreciaron la llegada del invierno. Como absortos en la ensalada de patata y brócoli, se desentienden ahora del resto del bufet.
La televisión muestra imágenes de los efectos de una granizada en el interior del país. Granizos como pelotas de ping-pong que caen violentamente en un vídeo casero grabado con un móvil. Los planos de coches abollados se alternan con testimonios de testigos, que se limitan a repetir lo que pregunta una corresponsal muy joven con los labios muy rojos, al estilo pin-up, ataviada con un chubasquero rojo, si bien luce un sol espléndido. Tremendo. Uf, sí, tremendo. ¿Seguro que usted no había visto en su vida una granizada así? No, nunca.
La novela es realismo testimonial, y en consecuencia, una impugnación de esos matices tan triunfalistas e invictos que tienen la publicidad de verano y los reclamos de la felicidad, sacando a relucir la infamia, lo denigrante, la manera que tenemos de relacionarnos con la oprobiosa realidad, con una prosa que viene puntual, categórica y verdadera. Resort cuenta con todo mi afecto, aunque también sea un afecto simétrico al repelús de muchos de los miserables que he podido reconocer sin problemas en sus páginas.
El efecto resultante, el corolario del libro, tiene mucho que ver con las paellas de la Plaza Mayor de Madrid, con los restaurantes de turistas, las despedidas de soltera y sus diademas fálicas, y con los grafitis de los cuartos de baño de los bares, en cuyo grafismo de polución veremos pollas, vulvas y frases obscenas. La literatura de Juan Carlos Márquez tiene mucho de eso: asilamiento de lo grotesco, la impudicia, contando la impudicia, precisamente para contar su aislamiento y negar su pertenencia. Estoy muy de acuerdo con este libro, aunque no sé si me dará el presupuesto este verano para irme de vacaciones a la Riviera Francesa a beber Veuve Clicquot y jugar a Tender is the night (Fitzgerald) que viene a ser el antagonismo de la horterada, y la discrepancia de Juan Carlos Márquez con el cosmos abyecto del verano. Seguro, te recordaré en un mes y medio en un chiringuito de Cádiz.