Género único, por Juan Bautista Durán
Qué agobiante la espera, pensaba el Gran Escritor, menos mal que traigo la prensa. La tenía abierta en una página interior, doblada en dos, según desviaba la vista de un lado a otro de la estafeta de Correos, pendiente del chisporroteo de los números en la pantalla. Estas nuevas tecnologías, parecía decir, no arreglan nada del todo, sólo nos confunden; y la pantallita esa encima no se ve bien. Se bajaba las gafas para distinguir mejor los números, y nada, imposible, gafas otra vez para arriba.
Una chica que por supuesto no lo conocía le pidió que se hiciera a un lado —«Por favor, es mi turno»—, tan tímida ella que no se la podía juzgar por nada más. La timidez, maldito rasgo de esta región, pensó el Gran Escritor. Cuando daba clases en la universidad no tardaba más de dos o tres días en soltar la arenga: «Aquí no quiero tímidos —decía—; cuando pregunto quiero que se me responda, y ser tímido no es una excusa.» Se hizo a un lado sin apartar del todo la mirada del periódico, de la entrevista de un colega que como siempre, con el agobio de las promociones, acababa soltando simplezas, cuando no bobadas. «Los tímidos lo sois porque queréis», apostillaba vehemente en sus clases. Esa chica no podía ser alumna suya, sin embargo, demasiado joven y distraída. Si lo hubiese sido, lo habría reconocido.
El Gran Escritor hacía siete años que no daba clases, salvo alguna intervención estelar, apariciones que no se pueden rechazar y que el hombre aprovechaba para dictar sus tesis principales y poner los géneros en tela de juicio. ¿Es esto un cuento o un artículo? ¿Tendremos narices de llamarlo un cuento real? «El yo —decía—, desde Montaigne hasta el presente, ha llegado para revolucionar los géneros.» El colega de la entrevista no parecía estar demasiado de acuerdo con dicho planteamiento, sino que reclamaba la presencia de la novela como género mayor, madre de todos los géneros. «¿Qué más da el sujeto —decía—, si Yo o Él? Lo más natural, al fin y al cabo, es narrar una historia en pasado y desde la voz propia.» El Gran Escritor subrayó este punto, del que tal vez hablaría en su próximo artículo —«Lo clásico: incuestionable e inamovible», así lo titularía—, para dentro de cuatro semanas ya. Cuanto más grande uno es, mayor es la antelación, lamentaba. ¿Y quién será el chico de ahí al fondo que tanto me mira?, se preguntó. Un lector, seguro.
Los subrayados los hacía con un bolígrafo de plástico de color azul, puesto que era muy consciente de dónde procedía y no era cuestión de darse lujos innecesarios que pudieran dar que hablar. «De donde yo soy, los ricos eran los que podían comer todos los días», dijo en una entrevista reciente. Y era un cuento real, esto sí: no había ficción, pero la voz del Gran Escritor cobraba en seguida el eco del prestidigitador y parecía surgida del vientre de la ballena, ahí desde donde hablan los mentirosos. Habló de la muerte a la velocidad de la luz para ser más rápido que ella y poderla contemplar, acaso seducir, burlarla y darle el beso inmortal de la fama.
Lo que seguía sin distinguir, en cambio, eran los números de la pantalla. ¿Era el suyo ya? Menos mal que la señora de Correos lo repitió un par de veces y él despertó de su confusión. «Sí, soy yo; para recoger.» Dijo «yo», pero la señora no pareció darle a eso demasiada importancia. Requería el sello de empresa para la entrega del paquete, cosa que el Gran Escritor no tenía. No lo sabía. «Son unos socios que tengo en Alemania y esto del sello ellos no lo saben —explicó—. Le puedo dar un extracto bancario, si quiere, mi documentación. Mire, ahí estoy, no la engaño.» La mujer, que no fue alumna suya pero sabía quién era, puso cara de circunstancias. Vio también al chico sentado más allá, que observaba con disimulo. ¿Sería posible que apuntara algo? El Gran Escritor se ponía y se quitaba las gafas, todavía el periódico abierto en la página del colega, mirando ahora los papeles. «No puede ser —murmuraba—, no me cuadra. ¿Un sello de empresa?» Si todos pasamos por lo mismo, pensaba la señora, ¿por qué el Gran Escritor no? Le mandó rellenar unos papeles, conforme la circunstancia, la fecha —¿Qué día es hoy? La prensa lo traía, menos mal— y otros detalles carentes de importancia. Nada de eso la tiene, en verdad. Como mucho, saber si se trata de un cuento o de un artículo.
El Gran Escritor rellenó los papeles muy agradecido, esperando que la señora fuera consciente del valor de su trazo en aquellos papeles. Ya tenía los paquetes al lado. Y del otro, al chico del fondo. Era su turno. Evitó mirarlo, por si acaso; evitó cualquier confusión que pudiera comprometerlo en su timidez.