Los cinco y yo de Antonio Orejudo, una lectura de Javier Divisa
Los cinco y yo – Antonio Orejudo
(Tusquets Editores)
Por: Javier Divisa
El foco central y la equidistancia con los balances de la vida de Toni se establecen en las aventuras y desventuras de Julián, Dick, Jorge (Jorgina), Ana y el perro Tim (Los cinco, Enid Blyton). A partir de esa premisa, Antonio Orejudo nos va contando su infancia en Madrid y la consecuente evolución, desde Pulgarcito, el fútbol de tierra, los motes del colegio, las acampadas, los inventores de la muerte, las bestias pardas, los primeros cubatas, Los cinco o tocar el chocho con dos ramitas (la voluptuosidad del efebo), aunque en esas eclosiones de la niñez y los últimos sesenta y primeros setenta hablar con una chica ya era como hoy hacer con ella el visionado de todos los pussy-sex de Pornhub, siendo muy interesante desde un punto de vista claramente literario y de aprendizaje que la novela arranque desde la inocencia y el miedo (principalmente materno). Y todo siga un curso tradicional. La novela no va del niño tailandés que fumaba dos paquetes de tabaco diarios a los tres años de edad.
Todo lo que aprendí con Luisa se lo enseñé después a Ana Belén, otra niña del pueblo, que sí me dejaba llevar la voz cantante. Le pedía que se quitara las bragas y se quedara de pie con las piernas semiabiertas. Ella me hacía caso y entonces yo me metía entre sus piernas, bocarriba, como un mecánico que se desliza bajo el coche para trastear en el motor. Y desde allí le rozaba el chocho con dos ramitas, como si en vez de acariciarla le estuviera quitando el polvo.
Como en toda adolescencia, la idiotez imperante en la vida del púber no niega la existencia de una hipotética felicidad con todos sus extras hormonales, sudoración, tiranías, totalitarismos emocionales e incertidumbres. Más tarde llega Reig, la universidad y la avidez por ser escritor, la erudición y la tragicomedia. En este punto, considero reivindicable la flexibilidad narrativa de Antonio Orejudo, la confrontación, su magnífica perseverancia de engatusar y enmarañar al lector entre las fronteras de la ficción y la realidad, propuestas que juegan sagazmente al límite, ambas disyuntivas de ficción y no-ficción; cuestión que no deja de ser inquietante por que los lectores somos unos fisgones y nos gusta el Sálvame Deluxe de nuestra literatura contemporánea (aunque para esto vale un simple círculo, un corrillo del Tipos Infames, Hotel Kafka, incluso In Dreams). Sobre esta materia, pregunto qué tienen de relación la velocidad lectora con la literatura de calidad, la ponderada lectura de introspección con la novela de cafeína, avasalladora en ligereza, acelerada, y respondo que el gran contratiempo de Los cinco y yo es su erudición, entretenimiento, comedia, pedigrí literario, y la cercana posibilidad de bebértela rápida como un tercio helado de cerveza en Agosto a las siete de la tarde.
Si Carlos Alemán despertó mi deseo de ser escritor, Reig lo convirtió en una obsesión. De no haberlo conocido, no me habría dedicado a la escritura con tanta obstinación, forzando un poco mi naturaleza, que siempre ha tendido hacia oficios más ramplones y seguros.
Reig no sólo me inyectó el veneno; también tiró de mí y me dio a conocer en sociedad, por decirlo así. Su brillantez era un polo que atraía a los mejores estudiantes y a los mejores profesores, que veían en él a ese alumno que siempre se espera y se teme.
Entre medias, la novela desgrana de cáustica manera las entretelas ético-financieras de las multinacionales, y a veces las entrañas literarias y universitarias de toda la posteridad de la muerte de Franco derivan en el gran espejo convexo y divergente de ficción y realidad. Las drogas, los excesos, las frustraciones, las quimeras del éxito y las expectativas, esas zorras de la vida nos están diciendo que algún día nos vamos a caer y seremos tristes, pero cuántos matices, qué alegría, qué tristeza, la crónica analógica de Los Cinco y nosotros. Generacional.
En España, por el contrario, Enid Blyton es una de las pocas señas de identidad que tiene mi generación, la de los nacidos en los sesenta, la década en la que todo cambió sin que ello nos haya afectado a nosotros, que no tenemos narrativa ni características singulares. En la Transición éramos demasiado jóvenes para andar pensando en ocupar posiciones de poder y la Gran Recesión nos ha pillado demasiado viejos para protagonizar el relevo. Aunque no participamos en las protestas de 1968, compartimos valores y prejuicios con quienes sí lo hicieron, nuestros hermanos mayores, a quienes admiramos y detestamos al mismo tiempo. No somos como ellos, pero tampoco somos muy diferentes; nos hemos quedado un poco a la mitad de todo, en tierra de nadie. Somos el furgón de cola, un pelotón muy numeroso de benjamines que ha llegado tarde a todo. Leer las aventuras de Los Cinco es probablemente el único placer de nuestra infancia que nuestros hermanos mayores no experimentaron antes.