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Cuando di por terminada mi anterior novela, Los dueños del ritmo, estaba convencido de haber escrito una narración de ruta: el protagonista recorría sin descanso, en muy poco tiempo, una comarca de reducidas dimensiones, entrando y saliendo de su pasado y a la vez haciendo incursiones fugaces en el fondo de su conciencia. En cambio, tanto el editor como los primeros lectores detectaron que lo que se estaba narrando era un enclaustramiento: las rutas se desarrollaban a bordo de un pequeño utilitario oxidado que actuaba como frontera y como ámbito.
Para quienes crecimos visionando reposiciones de La cabina (el mediometraje de ficción realizado por Mercero, coescrito con Plans y Garci e interpretado por un José Luís López Vázquez pletórico) y nos hicimos lectores bebiendo de las manos de Kafka, los espacios cerrados en la ficción proyectan a la vez una familiaridad acogedora y altas dosis de desasosiego. Teatrales siempre, remiten al lugar húmedo del que emergimos.
Hay cientos de ejemplos para recordar (vientres de ballena o de submarinos, pisos, celdas, estaciones espaciales, islas, grutas, ataúdes, pozos, trincheras que son toperas, habitaciones de frenopático y de sanatorios mentales). Estos son algunos libros escritos en español que transcurren en espacios cerrados, los que retiene con mayor nitidez mi memoria:
-Despacho: Javier Tomeo/Amado monstruo.
–Internado: Sara Mesa:/Cuatro por cuatro.
-Nave industrial: Isaac Rosa/La mano invisible.
-Convento: Rafael Pinedo/Frío.
–Centro Comercial: Fernando San Basilio/Mi gran novela sobre La Vaguada.