Disipar la ignorancia, por Juan Bautista Durán
Juan Bautista Durán / marzo de 2017
Preciosa colección la que dedica la editorial barcelonesa Sd al Siglo de las Luces, desde el primer tomo publicado en 2014, Bosquejo sobre el juicio universal, de Vittorio Alfieri, al reciente Instrucciones del guardián de los Capuchinos de Ragusa al hermano pediculoso, reunión de opúsculos de François-Marie Arouet, Voltaire, de quien también publicaron en 2015 una selección de siete brillantes diálogos.
El responsable de esta colección es el casanovista Jaime Rosal, escritor, traductor y melómano, especie de hombre orquesta que se hace eco de los avances y las polémicas del siglo xviii francés para trasladarlos a la actualidad con el humor que asimismo los caracterizaba. Ya no sólo Voltaire o Casanova, sino las reflexiones e interpretaciones de la naturaleza humana de autores como Mercier, el barón d’Holbach, Rétif de la Brétonne y, cómo no, Diderot. La mayor parte de ellos no figuran en la enciclopedia básica del ciudadano medio, mal que eso pudiera escandalizar a Diderot, quizá el único, junto con Voltaire y Rousseau, en mantenerse vivo en la memoria postmoderna. La presente colección se propone sobre todo facilitar al lector interesado el acceso a textos por lo general no muy extensos, de una lucidez muy viva y en mayor medida inéditos en español. El propio Jaime Rosal es quien se ocupa de la selección y traducción, así como del prólogo introductorio, donde da las claves para que ningún guiño dieciochesco quede en el aire.
En este Instrucciones del guardián de los Capuchinos nos pone sobre aviso respecto al anticlericalismo de Voltaire, así como de sus continuos ataques a los judíos, dos cuestiones centrales en su obra. «Deísta radical —dice Rosal—, Voltaire acepta la existencia de Dios gracias a la experiencia personal y a la razón, en lugar de hacerlo a través de la revelación.» Y destaca también: «Sostenía que existe un sentimiento natural de justicia que debería prevalecer por encima de los demás, capaz de impedir toda confrontación entre el individuo oprimido y la sociedad.» Se las tiene con el jesuita Nonotte o con el mismo Rousseau, dos de sus habituales contendientes dialectales. Sobre todo Rousseau, como es conocido. En el opúsculo titulado “Sentimiento de los ciudadanos” dice, al ser Rousseau condenado en su Ginebra natal: «Hemos compadecido a Jean-Jacques, a partir de ahora ciudadano de nuestra villa, en tanto que en París se limita al desdichado oficio de un bufón que se recibiera soplamocos en la ópera y al que se prostituyese haciéndole caminar a cuatro patas en la Comédie.»
Se mostraba contrario a la crítica a la religión que Rousseau llevaba a cabo en sus novelas, motivo por el cual el suizo tuvo el conflicto en Ginebra, y no obstante defendía por activa y por pasiva la libertad de imprenta. El temor eclesiástico y monárquico a que la imprenta los desplazara centra parte de sus argumentos, aun y siendo Voltaire defensor de la monarquía. Su encarnizado enemigo, en palabras de Rosal, era la Iglesia Católica. «Teméis a los libros —escribió— como algunas aldeas han temido a los violines. Dejad leer, dejad danzar; ambas diversiones jamás harán daño al mundo.» Y en un tono más cínico, en el texto titulado “El horrible peligro de la lectura”, dice: «Esta facilidad para comunicar los pensamientos tiende evidentemente a disipar la ignorancia, que es salvaguarda y garantía de los estados prudentemente dirigidos.» O bien: «Sin duda sucedería que a fuerza de leer a autores que han tratado las enfermedades contagiosas y la manera de prevenirlas, tendríamos la desgracia de estar prevenidos contra la peste, lo que sería un enorme atentado contra las leyes de la Providencia.»
El humor es una constante en este libro, con particular enjundia en “Reflexiones para los tontos”, aunque también en los Diálogos publicados dos años atrás. Voltaire, destaca Rosal, jamás dejó de apasionarse por cualquier tema que directa o indirectamente le concerniese, provisto de un finísimo sentido del humor y de una notable claridad expositiva, lo que desde luego facilitó que hoy día sigamos hablando de su obra. No hay que hacer a un lado el legado del Siglo de las Luces en esta época nuestra de cambios, a la espera de la revolución que traiga luz a las actuales incertidumbres. Voltaire no alcanzó a ver la de 1789, fallecido en la década anterior, si bien participó activamente a través de la razón en el cambio que daría lugar al inicio de la Edad Moderna.
La mariscala de Grancey, en el opúsculo “Esposas, sed sumisas a vuestros maridos”, decide tirar las epístolas de San Pablo al descubrir en ellas dicha premisa, que entendía como un disparate y una falta de respeto. «Jamás el mariscal me ha escrito en este tono», dice, cuestión en la que abunda Voltaire en “La educación de las jóvenes”, donde pone en relieve la sensatez frente al romanticismo que vuelve sumisas a las enamoradas, principio que podría verse fácilmente en cualquier manifiesto feminista de hoy día. «Voltaire —lo ensalza Rosal— es el faro de la razón que alumbra el siglo XVIII extendiéndose a lo largo de trescientos años, hasta nuestros días.»