Metaficción, por Sergio del Molino
No sé cuándo se dan por terminados los libros ni qué se hace después. Escribo esto después de dar por bueno el manuscrito del que será mi nuevo trabajo. Falta mucho todavía. Lecturas, relecturas, conversaciones con editores, enfoques, desenfoques, reuniones, correcciones… Hay muchísimo laburo desde que el manuscrito llega a la agencia hasta que sale publicado, pero el momento de enviar tiene algo de vaciamiento. ¿Y ahora qué?, te planteas, aunque ya sabes lo que viene ahora. Es una pregunta de lo más idiota, y sólo tiene que ver con la sensación de desnudez e indefensión que te produce sacar algo que hasta entonces era privadísimo y donde te has dejado unos trozos de piel y de órganos internos.
Enseguida se pasa, y pronto el texto será extraño. Ya lo es, de hecho, ya puedes leerlo como si lo hubiera escrito otro, pero durante unas pocas horas pasas frío y un poco de vértigo y deambulas por la casa cambiando cosas de sitio, manoseando libros y tarareando canciones. Por suerte, los autónomos no tenemos mucho tiempo para la contemplación, y lo urgente nos reclama. Esta columna, por ejemplo, otro artículo para el fin de semana, una reseña, la conferencia que impartes mañana, tu colaboración radiofónica, etcétera. No sé cómo afrontaría toda una tarde de ocio con un libro recién entregado. Una tarde entera para arrepentirse.
No importa mucho la mística de la creación. Esas peleas con uno mismo, esas preguntas, esa incapacidad para juzgar las propias palabras, esa frustración y ese miedo a las primeras reacciones de los lectores íntimos. Lo que importa es qué me voy a inventar. Porque las ficciones (incluso las no ficciones son ficciones, podemos hablar de eso en otro momento) se cubren de metaficciones, que son esas cosas que algunos respondemos cuando nos preguntan sobre el libro.
Corremos el riesgo de pasar más tiempo explicando el libro que escribiéndolo. O de dedicarle más trabajo a la explicación que al libro, cuando un libro es autoexplicativo. Contiene en sus páginas todo lo que el lector necesita para entenderlo. Se pueden buscar elementos para entenderlo mejor, a distintos estratos de profundidad, en relación con otras obras y otras tradiciones y otros artes, pero los libros se entienden por sí solos. Hasta los paratextos de solapas y contraportadas, esas sinopsis endemoniadas que nunca he sabido redactar, sobran. A menudo, sólo ayudan a desentender el libro, son ruido blanco.
Llegó un momento en que me percaté de que me inventaba las respuestas sobre las génesis de mis libros, sobre sus intenciones, sobre su justificación. Supe que eran mentira porque cambiaban con el tiempo. No respondía lo mismo al principio que seis meses o que dos años después. Fabulaba motivos, orígenes, raíces y causas, y sé que lo haré con este también. Todo, por añadir ruido, por satisfacer la curiosidad, porque no soy Salinger ni sé callarme.
¿Qué diré sobre este libro? Aún no lo sé, por eso quería escribir esta columna con el manuscrito recién desprendido de mí, cuando aún no he pensado las respuestas y puedo decirme a mí mismo que lo he escrito porque sí, para poder entender por qué lo escribía, para anticiparme al siguiente libro, para no perder fuerza en la inercia.
Cuando se publique, inventaré respuestas sofisticadas y al gusto de varios lectores. De momento, dejémoslo así, con ese encogimiento de hombros y ese escalofrío de lo que ya no tiene remedio.