Los milagros prohibidos de Alexis Ravelo

La editorial Siruela acaba de publicar «Los milagros prohibidos» de Alexis Ravelo. Hoy en Eñe tenemos el placer de compartir con vosotros las primeras páginas de la novela.

¡Que os aproveche!

 

Sobre el autor

Alexis Ravelo (Las Palmas de Gran Canaria, 1971) cursó estudios de Filosofía Pura y asistió a talleres creativos impartidos por Mario Merlino, Augusto Monterroso y Alfredo Bryce Echenique. Dramaturgo, autor de tres libros de relatos y de varios libros infantiles y juveniles, ha logrado hacerse un hueco en el panorama narrativo actual con sus novelas negras, que han merecido diversos reconocimientos, entre ellos el prestigioso Premio Hammett a la mejor novela negra por La estrategia del pequinés.

 

Sobre la obra

Un duelo entre dos hombres, un triángulo amoroso, una novela sobre la memoria histórica y el compromiso personal.

Uno de los episodios más desconocidos de la Guerra Civil española: la Semana Roja de La Palma.

Tan emocionante como El lápiz del carpintero y tan veraz como Luna de lobos, la nueva novela de Alexis Ravelo nos sumerge en uno de los episodios más desconocidos de la Guerra Civil española.

Agustín Santos vaga por los montes de La Palma con un revólver que no quiere usar. Entre sus perseguidores se cuenta Floro el Hurón, pretendiente rechazado por la mujer de Agustín, que tiene la oportunidad perfecta para deshacerse de su rival. Mientras tanto, en la capital de la isla, Emilia mantiene a duras penas la esperanza de que su marido logre ponerse a salvo, cada vez más convencida de que solo un milagro podría hacer realidad algo semejante. Pero en el invierno de 1936 los fascistas parecen haberlo prohibido todo… hasta los milagros.

Los milagros prohibidos es la historia de un triángulo amoroso y del duelo desigual entre dos hombres, al mismo tiempo que una honda reflexión sobre la justicia y un sentido homenaje a la memoria de los protagonistas de la Semana Roja de La Palma, un acontecimiento decisivo para el transcurso de la Guerra Civil en las Islas Canarias.

 

 

LOS MILAGROS PROHIBIDOS (Comienzo)

El 18 de julio de 1936, La Palma, una de las islas occidentales del archipiélago canario, se mantuvo fiel al Gobierno de la Segunda República durante un periodo de siete días que luego sería denominado la Semana Roja. Tras el desembarco de tropas del bando nacional y de voluntarios falangistas, los milicianos de izquierda huyeron a los montes para evitar una confrontación que habría involucrado a civiles.

A lo largo de tres años, mientras en la Península Ibérica se desarrollaba una larga y despiadada contienda, aquellos hombres y quienes formaron improvisadas redes de apoyo para auxiliarlos fueron cayendo en manos del Ejército, la Guardia Civil y los grupos paramilitares que operaban en la retaguardia. Su destino final fue diverso, así como su suerte. Algunos de ellos cumplieron largas sentencias de prisión o fueron fusilados. Otros duermen aún un sueño injusto en oscuras fosas sin epitafio. Unos pocos, no obstante, lograron resistir durante varios años o huyeron por mar tras largas peripecias.

La acción de esta novela transcurre en esa isla y en esos días en que a la miseria y el aislamiento se sumó la violencia. Y está dedicada a quienes se negaron a olvidar.

 

La memoria I

Pues no sé yo decirle por qué los llevamos tan lejos, donde a Moisés se le cayeron las tablas de la ley. Eusebio, el Manoabierta, dijo que teníamos que ir a Fuencaliente y hasta allá nos llegamos. Así de simple. Yo era la primera vez que iba con ellos, pero por lo visto siempre era Eusebio el que decía adónde, cuándo y a qué se iba, y pobre del que le llevara la contraria. Esa vez los detenidos fueron tres. Iban en la parte de atrás del camión, engrillados, aunque tampoco hacían mucha falta los grilletes, porque los presos estaban flojos. Y no solo por las palizas que se habían llevado en el calabozo, que también, sino porque llevaban meses arriba en el monte, comiendo raíces y durmiendo al raso. Había uno con pinta de maestro escuela que no paraba de toser. Flaco como un tollo y amarillo como una batata. Yo creo que estaba tuberculoso y que se hubiera muerto él solito si lo hubiéramos dejado un par de días más en la celda. Nosotros no recuerdo bien si éramos siete u ocho, sin contar al chófer, pero sí que éramos todos de Falange, menos uno de Acción Ciudadana, que no logro yo ahora acordarme del nombre, carajo, pero que era amigo de Eusebio. Ellos iban en la caja del camión, con el chófer, y los otros íbamos detrás, con los presos. En una curva, Eusebio mandó parar, nos bajamos y caminamos un poco ladera arriba, buscando un sitio que fuera bien. En un momento dado llegamos a un claro y yo le dije a Eusebio que por qué no lo hacíamos allí y él me dijo que justo allí no podía ser porque en ese sitio ya había unos cuantos enterrados. Fíjate tú, que hasta me parece que estás pisando a uno, me dijo. Así que seguimos caminando por ahí para arriba, hasta que Eusebio dijo que ya estaba bien. Marcó un cuadrado en el suelo y les dimos las palas y Eusebio les dijo a los tres que se pusieran a cavar. Nos sentamos a echar un cigarrito y un buchito de coñac, porque el de Acción Ciudadana se había traído una botella de Tres Cepas. Mire usted cómo son las cosas de la memoria: no logro acordarme del nombre del tío de Acción Ciudadana, pero me acuerdo de la marca del coñac que solíamos tomar por aquella época. También recuerdo que hacía frío y que el coñac me vino bien. Yo siempre me he preguntado por qué cavaron. Piénselo, es una cosa curiosa: ¿qué es lo que hace que un hombre cave su propia tumba? Porque, si es seguro que te van a matar, ¿qué van a hacerte ya si te niegas a cavar? ¿Te van a despeinar? A lo mejor es que te dices: bueno, mientras estoy cavando, estoy vivo. O a lo mejor hay una especie de esperanza. Debe de ser eso: que siempre tienes la esperanza de que, en el fondo, solo lo estén haciendo para burlarse, para torturarte un poco más; la esperanza de que luego te digan que se acabó la broma y te lleven otra vez al calabozo. No sé, pero si a mí me dicen los que me van a matar que primero cave la tumba, yo les digo que la caven ellos y el alma que tienen y su puta madre en calzoncillos. O puede que no, porque uno no sabe qué va a hacer en esas situaciones. En fin, para no cansarlo: aquellos tres hicieron el agujero y, para cuando terminaron, nosotros ya nos habíamos bajado toda la botella. O, más bien, cuando nos acabamos la botella, Eusebio les dijo que pararan. El hoyo no era aún demasiado profundo, pero valdría. Entonces les quitamos las palas y Manoabierta les dijo que se metieran dentro. Yo pensé que les iba a preguntar si tenían algún último deseo o una última petición, y que después los íbamos a fusilar. Qué sé yo: eso es lo que siempre se dice que ocurre, ¿no? Pero la cosa fue distinta: Eusebio sacó la pistola y le pegó un tiro en la cabeza a cada uno. Fueron cayendo desplomados, uno tras otro. El tuberculoso aún se movía cuando empezamos a echarles tierra encima. Incluso le escuché un quejido. Pero según lo cubrimos, dejó de oírse. Llenamos el agujero y lo aplanamos pateando sobre la tierra removida, en círculos. Después Eusebio se sacó la pinga y meó encima de la tumba. El de Acción Ciudadana empezó a descojonarse y también se abrió la bragueta y se puso a orinar. Ya sé que es feo, pero así fue. Cuando nos volvimos para el camión, ya estaba empezando a amanecer. Orgulloso no estoy, pero era mi deber. Qué se le va a hacer. Cosas de la guerra.

 

 

Fotografía: Chiqui García