Té ponderado, por Juan Bautista Durán
Una de las mayores incógnitas del nuevo siglo está en ver, hoy todavía, qué será del periodismo. Cómo se reinventará, más bien, porque no le queda otra que buscarse en el espejo deformado de lo que fue y erigirse en un nuevo formato. La crisis que a marchas forzadas tratamos de dejar atrás aceleró el inevitable cambio al que las nuevas tecnologías lo abocaban. La velocidad de la información y la mirada de cuantos usuarios tienen las redes sociales ponen en duda, para muchos, la necesidad de la prensa escrita tal y como la concebimos. Con las notas breves y lo que trae la tele, buena parte de la población se da por satisfecha. La periodista Marga Zambrana publicó en Letras Libres (número 183, diciembre de 2016) un largo artículo titulado “Los pijos acabaron con el periodismo”. Ellos, decía, que se pueden costear viajes y aparatos con los que mandar la información, acabaron con los reporteros de a pie, tan caros de mantener debido a la manutención y al seguro de vida. Pero en cierto modo ¿no es así como empezó esto? Gente atrevida, con ganas de investigar y contar lo que veía, que se iba a la aventura ligera de equipaje.
El problema de la información está en su repercusión, que los periódicos tengan lectores y por tanto buenos anunciantes. Los años noventa, lamentan a menudo, sí fueron buenos: se escribía y vendían periódicos a montones. Era el comienzo del frenesí, el oasis que aboca a toda empresa a su caída. Basta con fijarse en cuál fue el mayor error de los medios de comunicación del momento: la tele. Quien más quien menos puso su dinero en un canal, que luego fueron dos o tres, o veintitrés, y no sólo causaron la quiebra posterior, sino que las aulas de periodismo las llenaron de alumnos que soñaban con ver su cara en la pantalla. Más que a la redacción, comprensión y análisis de la información, la carrera derivó en un puente para la comunicación audiovisual, con toda variedad de asignaturas técnicas. Y en esta indefinición está el ocaso del periodismo, una profesión ligada al poder en la que caben pocas mentes brillantes. No fueran a estorbar. Esto se aprecia en cualquier país, pero en el que nos atañe salta a la vista desde la fundación de la facultad de Ciencias de la Información durante el franquismo al actual manejo de los medios en la Cataluña separatista. Poca distancia hay, por más que los tiempos se expliquen con aparatos distintos. En ambos casos, las banderas hondean con voluntad cuartelaria.
Gracias a sus grandes firmas y a los titulares pomposos e incendiarios, los periódicos mueven la opinión de la sociedad con absoluta eficacia. Su mejor carta de presentación, definida la línea editorial, está en sus columnistas, por más que recientemente Alberto Olmos dijera lo contrario en El Confidencial. “El columnismo está acabado”, tituló su columna del 17 de enero, trufada de nombres propios y de esa mala baba propia del sector, consistente en no dejar títere con cabeza. Nada une más a dos personas que criticar a una tercera. Y en ésas se encontraron Olmos y el periodista Quique Peinado, quien venía de asegurar en una entrevista que «la columna de opinión es el cáncer de la profesión», sentencia a la que Olmos sacó punta. «A finales del siglo pasado —dijo— ser columnista tenía algo de marquesado en el papel. Umbral escribía cada día de lo que le daba la gana, y a veces la gana le daba para contarnos que había tomado té con una marquesa. El columnismo era así: pura filfa, diarística abierta, gente contando sus caprichos.» Pero el articulista moderno, añadía, está en manos de la plebe. Cada lector que entra en un artículo es contado, y ya no vale que uno escriba mejor o peor, sino la cantidad de entradas que recibe. «Quique Peinado sabe perfectamente que los artículos de Javier Marías se leen mucho menos que los suyos, sin ir más lejos. Y lo que viene a decirnos con su afirmación es que el tiempo del columnista estrella está llegando a su fin. Los nuevos columnistas vivirán una vida plebiscitaria, un continuo referendo sobre sus escritos.»
Así no habrá quien viva, se lamentaba Olmos. O sí, vaya uno a saber. Esta situación puede volverse lo mismo a favor que en contra de los medios. Dejarlos en manos de los internautas tiene sus riesgos, mayores si cabe en tiempos aún poco claros para la prensa escrita. Decía Olmos que Quique Peinado es mucho más leído que Marías; pero más de uno se pregunta, con perdón, ¿quién es Quique Peinado? Los periódicos juegan al siete y medio, en connivencia con el poder de turno y a una distancia prudente del lector. Prueba de ello es que, con emolumentos más o menos elevados, Javier Marías tendría un lugar privilegiado en cualquier periódico español. El peso de la firma determina. Y si le diera por hablar del té seguro que nos ilustraría con ello, para divertimento de las redes sociales. No es otro el cometido de las redes que hablar del té de los demás. Cómo lo toman, con quién y por qué. Y a la prensa escrita le toca demostrar en el rigor informativo que no sólo es necesaria, sino la mejor compañía para tomar el té.