Providence, un cuento de Gabriela Ybarra

El mes pasado os anunciábamos la publicación de Eñe 48 Adicciones, así como la presentación oficial que tuvo lugar el día 24 de enero. Ahora queremos compartir con vosotros uno de los textos publicados en la revista, el cuento titulado Providence que firma Gabriela Ybarra (Bilbao, 1983).

Si os gusta, no dudéis en buscar vuestra revista Eñe en librerías o pedírnosla directamente a nosotros.

¡Que lo disfrutéis!

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                      PROVIDENCE (Gabriela Ybarra)

 

Nunca he visitado Providence, Rhode Island, pero he imaginado muchas veces una habitación que está allí; un dormitorio pequeño con una cama estrecha en donde duerme cada noche Ingrid, una mujer danesa estudiante de arte. Imagino el cuarto lleno de pósteres y fotografías. Las imágenes estarán pegadas a la pared con una masilla azul, un producto popular entre los estudiantes porque no agujerea el yeso como las chinchetas, pero que habrá dejado varias sombras pegajosas sobre la pintura blanca. A pesar de los retratos y de los carteles, la habitación no habrá podido desprenderse de la apariencia de ser un lugar de paso: el mobiliario será impersonal, tal vez heredado del anterior inquilino, y en el cuarto persistirá la sensación de que todo se puede desmontar en dos horas y meter en seis cajas de cartón.

Nunca he visitado esta habitación, pero he imaginado muchas veces la cama estrecha con el edredón revuelto y el pecho desnudo de Ingrid acariciado por una mano huesuda. Los dedos índice y pulgar pellizcarán un pezón, e Ingrid, diminuta y rubia, se reirá tumbada de lado sobre las sábanas.

Llevo seis meses espiando a Ingrid y a mi marido. Desde que adiviné las claves de las cuentas de e-mail y de Facebook de Andrés, no he podido dejar de leer los mensajes que se escriben. Se conocieron en marzo durante una feria de arte contemporáneo en Nueva York. Ella era una trabajadora temporal en la galería de nuestro amigo Christopher. En sus conversaciones no encuentro indicios de que hayan tenido una aventura, pero cuando repaso su correspondencia a veces deseo que aparezca la frase definitiva que demuestre que Andrés me es infiel.

Mi marido y yo vivimos en un estudio en la calle Regueros de Madrid. Es un ático. A Andrés le cuesta mucho dormirse por las noches, y cuando empezamos a buscar casa, la única condición que puso es que no quería un apartamento con vecinos arriba. Para Andrés todos los vecinos de arriba son unos bárbaros que arrastran muebles y dan golpes en el suelo. Nuestro piso es silencioso, pero como no tiene paredes hemos tenido que sincronizar nuestros horarios. Nos levantamos, cenamos y nos acostamos a la misma hora. En este espacio mínimo son pocas las cosas que podemos hacer sin que el otro nos mire. Nuestros reductos de intimidad están en la calle, en el baño y en el tiempo que pasamos a solas con el teléfono antes de dormir, de lado, pegados a los bordes del colchón, con la luz de las pantallas iluminándonos la cara.

Hoy es sábado y Andrés está dormido. Los fines de semana suelo despertarme temprano y aprovecho para encerrarme en el baño a leer lo que la danesa y él se han escrito la noche anterior. Apunto todos los datos que encuentro sobre Ingrid y algunas de las frases que se dicen. Esta mañana he descubierto que ella hace capoeira («Te dejo, que tengo clase de capoeira», ha dicho en un mensaje) y que lee revistas sobre pesca para un proyecto de la universidad («¿En España tenéis revistas sobre pesca?», le ha preguntado a mi marido). No sé si Ingrid sabe que existo, porque nunca he leído mi nombre en ninguna conversación.

Cada vez que siento que algo en mi vida se descontrola, intento ordenar y clasificar lo que me rodea. Ayer por la noche, por ejemplo, cuando sacaba las tazas del desayuno del lavavajillas, me tranquilizó saber que en las baldas de nuestra cocina existe un lugar destinado a guardar las tazas. A menudo trato de organizar mis pensamientos como si fueran platos o como si fueran cubiertos.

Lo que más me inquieta de Ingrid es su físico. Se parece a mí. Es una versión danesa y diminuta de mí. Aunque es posible que de tanto mirar sus fotos haya empezado a confundir nuestros rasgos. Cuando analizo una cara con demasiado detenimiento, siento que se difumina; el rostro que miro puede ser cualquier rostro. Me ocurrió con una escritora a quien admiraba. Pasaba tanto tiempo delante de sus fotografías que llegué a creer que nuestros ojos y nuestra nariz eran idénticos. Ahora, cada vez que encuentro su retrato en algún suplemento literario o revista, no veo ninguna semejanza.

Hace unas semanas imité el comportamiento de un virus troyano para que Andrés cambiara la clave de su correo y de su Facebook. Bombardeé a todos sus contactos con mensajes sobre productos adelgazantes, medicinas baratas y las tetas de Scarlett Johansson. Después de pasar la mañana copiando y pegando textos, llamé a Andrés. Le pregunté si había visto que su Facebook había enloquecido. Me dijo que sí, pero que no parecía grave. Yo le dije que seguro que se solucionaba si cambiaba la contraseña. «No creo que haga falta», me dijo.

Después de aquel fracaso, todo ha ido a peor. He intentado dejar de leer los mensajes, pero no he sido capaz de aguantar más de dos días sin hacerlo. Lo que más me aturde es no saber si nuestra relación se va o no al garete. Me pregunto constantemente si Andrés me quiere. Su forma de expresar cariño siempre ha sido peculiar. El día de nuestra boda, por ejemplo, fue un día difícil para él. No es que no le hiciera ilusión que nos casáramos, pero le incomodaba ser el centro de atención. No terminaba de estar a gusto ni con el chaqué ni con los zapatos. Cada vez que lo miraba, lo veía tenso, le sudaban las manos y la cabeza, y a ratos creía que desaparecería engullido por la levita de lana. El recuerdo más romántico que tengo de nuestra boda fue cuando, ya acabada la fiesta, llegamos a la habitación del hotel y me mordió un moflete.

Ahora todo es más confuso. No sé si existe una salida a esta situación. No sé cómo confesarle a Andrés que llevo seis meses espiando sus conversaciones con Ingrid, que he visto cada palabra que se han dicho y que ella me parece boba. Si se lo cuento, seguro que me manda a la mierda. Me dirá que estoy loca, que soy una celosa, y en parte tendrá razón, pero yo hubiera deseado no haber sabido nada. Hubiera preferido no haberme aburrido leyendo conversaciones insulsas a la espera de un arranque de pasión por parte de alguno de los dos. Eso es quizá lo que más miedo me da y lo que hace que sienta que peligra nuestro matrimonio. Me sorprende lo bien que parecen entenderse Ingrid y Andrés en el tedio. A veces creo que lo único que podría salvar nuestra relación sería descubrir una infidelidad pequeña. Un beso con la boca cerrada y los labios hacia adentro, por ejemplo. Creo que eso sería lo ideal porque así podría confesarle mi falta. Si esto ocurriera, le diría que llevo seis meses espiándoles, y mi intromisión, aunque seguiría siendo criticable, tendría por lo menos un sentido porque me permitiría enfadarme, dejarle una semana por haber besado a otra mujer y después perdonarle. Pero hasta que se descubra el pastel (un pastel, cualquier pastel), tendré que acostumbrarme a este estado provisional. A dudar sobre si los poemas que Andrés me lee van dirigidos a mí o a Ingrid, a no saber si cuando me toca un pecho está pensando en mí o en Ingrid y a preguntarme si cuando se hace una bola en la cama es porque quiere huir rodando de mí o de Ingrid.

Oigo los pasos de Andrés.

Ingrid está en Madrid. Me lo contó ayer Andrés y luego lo leí en sus mensajes. Era la primera vez que me hablaba de ella, pero no mencionó su nombre, sino que dijo: «Está aquí una amiga danesa. Hemos quedado para cenar». Mi marido insistió en que no hacía falta que los acompañara, pero conseguí ir. El restaurante al que fuimos era grande y frío, como la recepción de un hotel. Cuando llegamos, Ingrid ya estaba allí, rubia y diminuta, en mitad del comedor enorme. Nos saludamos dándonos dos besos y percibí un temblor en sus manos. Mi pulso también empezó a fallar y recogí los dedos en un puño para que no se notara que estaba nerviosa. Andrés no se inmutaba. Durante la cena Ingrid habló sin parar. Andrés le hizo alguna pregunta sobre sus esculturas y ella hilaba todas sus respuestas con anécdotas larguísimas protagonizadas por amigos suyos daneses a quienes no conocíamos. Fue especialmente prolija describiendo la enfermedad de Crohn de Åsmund, un compañero de la universidad que había acabado en urgencias después de comerse un plato de macarrones como el que ella tenía delante en ese momento. Mientras describía la tragedia gástrica, yo la escrutaba. Pensé que ya no se parecía a mí. Su cara ahora me recordaba a la de un reptil, a la de un dragón de Komodo danés y diminuto. Durante la cena Andrés apenas levantó la vista de su filete. Yo intentaba que no parara la conversación y fingía interés por las anécdotas de Ingrid, pero según iba dando detalles sobre los intestinos de Åsmund, me empecé a marear. No sé si fue un acto de empatía con el danés, si estaba nerviosa por haber conocido a Ingrid o si el pollo que me acababa de tomar estaba malo. Me levanté, tiré la servilleta al suelo y salí corriendo al baño. Vomité el pollo, las esculturas de la danesa y el silencio de Andrés. Al cabo de un rato, mi marido entró en el servicio. Como no había cerrado la puerta, pasó directamente al cubículo en el que me encontraba. Intentó ayudarme quitándome el pelo de la cara. Al ver que me encontraba mejor, se empezó a reír y me dijo que si me importaba que me sacara una foto, que estaba muy graciosa. «Eres un hijo de puta», le dije. Me sacó una foto mientras me limpiaba los restos de babilla de la cara con un trozo de papel higiénico. Luego también me reí. Ya no me encontraba mal, pero necesitaba ir a casa a ducharme, lavarme los dientes y limpiar el lamparón que tenía en el jersey. Salimos los dos del baño de la mano y haciendo bromas sobre mi aspecto. Ingrid estaba sola en nuestra mesa, en mitad del comedor gigante, mirando su copa de vino con ojos de reptil triste. Me despedí de ella con la mano. Le dije: «Perdona que no te bese, pero es que acabo de vomitar». Ingrid me dijo que no pasaba nada y que esperaba que me pusiera buena pronto. «Get well», me dijo. Andrés y yo salimos a la calle para coger un taxi, había mucha gente y los árboles estaban iluminados porque eran las fiestas del barrio. Mi marido me abrazó y se quedó pegado a mi cuerpo como si fuera una manta perfecta. Paró a un taxi y me besó (en la frente) antes de que entrara en el coche. «Cuando terminemos de cenar, acompaño a Ingrid al hotel y luego voy para casa», dijo asomado a la ventanilla, y me lanzó otro beso con la mano. Al llegar a nuestro apartamento me duché, me lavé la cara, los dientes, dejé el jersey a remojo en un barreño y me dormí.

Me acabo de levantar y estoy encerrada en el baño. Cuando me desperté hace un rato, Andrés seguía dormido. Antes de salir de la cama he estado observando los huesos de su espalda, firmes, como la piel de un lagarto. Le he dado un beso en el hombro y he venido hasta aquí sin hacer ruido. Ahora estoy sentada en una banqueta al lado de la ducha con el portátil encima de los muslos. En la pantalla del ordenador veo que Ingrid ha escrito un mensaje. El texto dice: Ingrid: «Siento si lo de ayer fue un error».

Cuando salga de aquí me voy a poner a ordenar los armarios.