Miedo en el corazón, de Pedro Crenes Castro
- by Eñe
- 9 noviembre, 2014
- in Festival Eñe
- 0
Festival Eñe América celebrará este año la vida exuberante del cuento panameño. El relato, género por excelencia de la literatura de este país, centrará un buen número de actividades el 4, 5 y 6 de diciembre, con base en la Casa del Soldado —la sede del Centro Cultural de España en Panamá, puesto que el festival se desarrolla allí gracias a la AECID—, y la participación de escritores no solo panameños, sino también latinoamericanos y españoles. Puedes echar un vistazo a lo que estamos preparando en la página de Festival Eñe Panamá.
Desde Eñe. Revista para leer queremos trazar un recorrido, a propósito del festival, por el cuento panameño de ahora. Diversas voces, diversas temáticas y diversos estilos en cinco citas, domingo a domingo, hasta el final de esta fiesta de los libros.
Comenzamos con Pedro Crenes Castro (Panamá, 1972) que escribe novela y cuento. Colabora habitualmente en el suplemento cultural Día D del periódico panameño El Panamá América o la Revista Literaria Maga, entre otros medios. En España, sus textos pueden leerse en Panfleto calidoscopio, La Biblioteca Imaginaria y El Placer de la Lectura. Mantiene el blog Senderos retorcidos, y ha publicado dos libros: El boxeador catequista (Foro/taller Sagitario Ediciones; Panamá, 2013), al que pertenece este relato, y Microndo (Casa de cartón, Madrid, 2014). La fotografía del autor es de José Luis Espina.
Miedo en el corazón
—¡No te asomes que da miedo!
Mamá me lo advirtió justo cuando solté su mano, nada más entrar, y mi corazón estallaba de alegría al estar por fin allí, en La Gran Feria de Panamá. Fuimos caminando desde la casa de mi abuela Carmen, a la que acabábamos de mudarnos, y ella estaba en el balcón despidiéndonos, tengan cuidado, decía siempre, y allí en la Feria nos esperaban mi tía Gaby y mi primo Carlitos al que llamaba así por costumbre aunque fuese a cumplir trece. Yo quería ser como él, libre, rebelde y valiente. Sobre todo valiente.
Había de todo en aquella feria itinerante que la Coca-Cola estaba montando en todas las fiestas patronales de cierto nivel en Panamá y por fin, para los Carnavales, la trajeron a la Capital. Caballitos brillantes, “Carros locos” que se chocaban unos contra otros mientras sus ocupantes se reían a carcajada limpia; la Noria, desafiante y tentadora para amantes sedientos de besos románticos y manoseos aéreos; y la gran atracción de aquel año 78, “El huracán”, a la que solo podían montar los que tenían diez o más. Yo casi los tenía pero a mamá no le gustaban esos aparatos, no se fueran a soltar y tremendo susto, y menudo problema con tu papá, el muy sinvergüenza que se fue con la tipa esa, y ¡que no!, me decía por el camino y de la mano y le dejé de insistir con lo de “El huracán” y llegamos a la Feria y solté la mano de mamá y su advertencia me reveló el terror.
¡No te asomes que da miedo!
No me había dado cuenta de que estaba allí, agazapada como el dinosaurio para cuando me despertara de la fascinación de aquellas atracciones. Era una carpa pequeña y oscura, como esas de las películas de circos antiguos o ferias espeluznantes. Parecía no formar parte de la Gran Feria, estaba fuera de la luz del recinto y apenas un cartel triste y deprimido anunciaba el espectáculo: “La mutante enana: cabeza de mujer y cuerpo de rana”.
Da mucho miedo.
Mamá me lo volvió a repetir con un sustancial incremento del terror de la mano del adjetivo “mucho” al ver que la miraba con intriga y yo me detuve en seco, casi retrocedí como cuando uno llega al borde de un precipicio, pero había cierta fascinación en esa carpa raída y sucia de tal vez cientos de grandes y pequeñas ferias, de vaivenes de viento, sol y lluvia: había algo atrayente que casi me arrastraba hasta ella. Por debajo de la carpa se escapaba una luz tenue y unas sombras deslizándose de un lado para otro revelaban que algo se movía, que algo estaba ocurriendo. Miré a mi mamá y pensé que exageraba, como le decía de vez en cuando mi papá cuando comenzaba a levantarle la voz en la que fue nuestra casa hasta esa noche de sábado de Carnaval en la que nos fuimos a vivir con mi abuela Carmen.
—Ven, te dije que da mucho miedo y luego no duermes.
Mamá quería protegerme, impedir que su niño adorado y único sufriera más de la cuenta, sobre todo después de que mi padre nos hubiera abandonado en pleno Carnaval del 78. Se fue a vivir con una cajera del Supermercado Bahía donde hacíamos cada quincena la compra, una chica que se teñía de rubio y se pintarrajeaba como un Miró. Mamá estaba furiosa y decidió que cambiaríamos de supermercado para siempre a pesar de las ofertas de la pescadería que era muy buena y de que el aceite de oliva español fuera, con diferencia, el más barato de la ciudad de Panamá.
Mamá no había dudado en rehacer su vida y, mientras encontrábamos un lugar donde vivirla, nos fuimos a Calidonia, a casa de mi abuela Carmen que además de cocinar muy rico era una mujer que sabía contar historias como nadie y nos dijo que nos fuéramos a la Feria para comenzar con alegría la nueva vida, son los Carnavales, hija y el niño tiene que divertirse, le decía a mi mamá, que se convenció rápido de las razones de mi abuela y que además le dijo que mi tía y mi primo andaban por allí.
—Te doy tres dólares y no te pierdas, ¿okey? Busca a Carlitos.
—Okey, contesté, cogí los tres dólares y, dejando atrás la carpa de la mutante con sus sombras de vida, me fui a buscar a mi primo Carlos, que andaba por la zona de “El pulpo”, una atracción que no estaba mal pero que era cosa para pequeños. Le encontré en la fila para subirse y me pretextó que se subía en esa no por miedo a “El huracán” sino por falta de plata. Le dije que éramos ricos, que teníamos tres dólares, y nos sentimos en ese momento los dueños de toda aquella feria, incluso de la carpa tétrica y misteriosa de la entrada en donde la mutante enana, seguro, estaba deseando que alguien se asomara.
—¿Nos subimos a “El huracán”?
Mientras le miraba con cara de niño bueno, Carlitos me soltó una sarta de motivos, razones, excusas posibles, subterfugios ante un hipotético interrogatorio y hasta me asesoró sobre qué cara ponerle a mi mamá si se daba cuenta. Luego terminó su discurso con un échame a mí la culpa que tu mamá no me va a hacer nada y eso fue suficiente para que, a cuenta de nuestra fortuna, nos montáramos en la atracción prohibida. Subí a mi celda de metal, de pie, me ataron el cinturón de seguridad, cerraron mi puerta y allí estaba yo en aquel gran círculo rojo de celdas una al lado de otra, dispuesto a dar vueltas y a que “El huracán” subiera y bajara como una moneda que da vueltas antes de posarse sobre el suelo rendida por tanto movimiento. Estaba exultante, lleno de vida, había subido y mamá no lo sabría nunca, era como Carlitos, libre, rebelde y ahora un mentiroso no arrepentido. Di vueltas y vueltas y todo se desvanecía por la velocidad y al llegar la atracción a lo más alto me sentí volar. Mi primo, en la celda de al lado, gritaba palabrotas para que se las llevara el viento o para dominar su miedo.