Dominio público, por Sergio del Molino
La verdad es que no sé si han pasado ya o van a pasar a partir del 1 de enero, que sería lo lógico, pero, sea como fuere, es cosa hecha. Según la ley de propiedad intelectual de 1879 (la vigente es de 1987, pero no afecta al legado de autores muertos antes de ese año), las obras de los escritores españoles fallecidos en 1936, un buen año para morirse, pasan a dominio público, al cumplirse ochenta años desde que finaron. En la lista están, entre otros, Ramón María del Valle-Inclán, Federico García Lorca, Miguel de Unamuno o Pedro Muñoz Seca. Esto quiere decir que los editores no tendrán que negociar con nadie si quieren publicar Luces de bohemia, Bodas de sangre, Niebla o La venganza de Don Mendo. Tendrán que hacer otros trámites, pero sin abonarle nada a nadie.
¿Es esta una buena noticia? Pues según. A primera vista, sólo puede sentar mal a los herederos. Si yo tuviera la propiedad de los derechos de cualquiera de estos autores, me fastidiaría mucho perderla y pagaría con gusto al abogado que me permitiera dilatar la gestión con cualquier trampa de las que seguramente habrá. En un mundo que glorifica la free culture y que tiene tanta aversión a pagar por leer libros, ver películas o escuchar música, la liberación de unos derechos de propiedad intelectual será motivo de celebración, incluso un avance en la difusión de la cultura.
Sin embargo, el dominio público puede significar una segunda muerte. Como exhumar los cadáveres de los aludidos, darles vida durante un minuto y volverlos a enterrar otra vez, esta vez más hondo (no se aplica esto en el caso de Lorca). El dominio público es un coto donde los editores apenas pescan, por muy gratuito que sea. Salvo unos clásicos rentables y un repertorio obvio, las obras de dominio público pueden pasar mucho tiempo olvidadas. Quizá para siempre, sin conocer reediciones. Porque, mientras existen herederos, albaceas y gestores de derechos de autor como fundaciones, existen personas que trabajan para mantener el legado del autor presente en las librerías y colecciones. Personas que frecuentan agencias literarias y editoriales para vender las obras del abuelo, que piden explicaciones a los editores si las ediciones no están a la altura y que recuerdan a ministros y responsables de política cultural que su abuelo es importante y merece atención.
Cuestión aparte es lo extraña que es una propiedad con fecha de caducidad. Hay en el mundo gente que vive en la casa que sus antepasados construyeron hace quinientos años, sin que nadie, en quinientos años, haya cuestionado la propiedad y el derecho a legarla en herencia. Pero si heredas la propiedad de una obra literaria, sabes que desaparecerá un día. No sé si está bien justificada esta caducidad.
Yo temo por lo que va a ser de Valle, de Unamuno, de Lorca y de Muñoz Seca. Lo temo de veras.