Y de pronto, sin aviso, la literatura, por Sergio del Molino
Que la literatura está en los desvíos, salas de espera y distracciones es algo que nos cuesta mucho entender y que demasiados escritores no llegan a entender nunca. Si la persigues, se escapa, y si no la esperas, te domina. Nunca hay que subestimar un libro menor. En ellos he vivido algunas de mis mejores epifanías de lector y me han salvado de ser un cínico con los ojos encallecidos.
En 2015 murió en Madrid el pintor y escultor Pablo Angulo. En 2016, el escritor Andrés Barba ha publicado Te miro para que te quedes. Retrato de Pablo Angulo (papeles mínimos). Apenas setenta páginas completadas con unos diarios del artista y algunos dibujos. No ha habido en todo el año una lectura más emocionante ni que me recordara con tanta fuerza por qué vivo en la literatura. Lo empecé en un tren, porque últimamente vivo en ellos, y lo borró todo. El paisaje, los ruidos molestos de los pasajeros, el olor, el sueño del maldormir de tantos hoteles. Todo. Andrés Barba consiguió lo que sólo consiguen unos pocos: que no me importase nada más en el mundo que aquello que me estaba contando.
No sé si debería haberse subtitulado Retrato de Andrés Barba, porque quien retrata a un amigo se está dibujando frente al espejo. Hay conatos de segunda persona que pasan a la tercera al siguiente párrafo. Hay titubeos de conversador, rodeos, elipsis, dudas, y entre todo ello hay una teoría sentimental que trasciende el homenaje al amigo. Porque Andrés no escribe un panegírico ni una elegía. Andrés dice que no ha conocido a nadie más egoísta que su amigo, habla de su lado oscuro, cuenta enfados, sin reprocharle nada (no tendría sentido, porque estás muerto, escribe), pero sin pringarlo todo de azúcar y miel. Claro que Pablo Angulo estaba lejos de ser perfecto, pero Andrés Barba no lo quería por ser perfecto. A los amigos no se les quiere por sus perfecciones. Tampoco por sus imperfecciones. A los amigos se les quiere porque son ellos, redondos, contradictorios y hechos de mil piezas que no podemos desmembrar. No nos podemos quedar con lo que nos seduce de ellos e ignorar lo que nos repele.
Pablo Angulo, en la mirada de Andrés Barba, es un artista niño. No hay condescendencia en el apelativo. Hay comprensión. Hay amor. Escribe Andrés:
«La vida me enseña a desconfiar de los artistas a los que les va demasiado bien, todos ellos (mejores o peores, eso da lo mismo) son siempre algo que me repugna: vendedores de sí mismos. El artista práctico, adulto y eficaz tiene un programa, sabe lo que quiere, posee la ciencia de venderse porque sabe a quién es necesario agradar y (peor todavía) a quién se puede permitir el lujo de menospreciar. El artista niño gestiona mal su imagen, se pierde, insulta al que no corresponde, alaba al que le apetece, pinta fuera de la moda y con la lógica de la diversión, no con la lógica de la promoción. El artista niño es anárquico pero no irresponsable. También el mundo del artista niño está lleno de reglas: así se juega…, así no se juega. Lo que para los demás es un juego para el artista niño es lo único serio».
Andrés Barba se desvía mirando al suelo, callejeando, distraído, haciendo tiempo, mientras escribe sobre su amigo muerto, y en el desvío escribe algunas páginas imprescindibles.