Mi abuelo se entendía con su abuelo, por Sergio del Molino

“¡Mi abuelo sólo hacía caca!”, gritaba desesperado el Doctor Fronkonsteen al comienzo de El jovencito Frankenstein, la genialidad de Mel Brooks. Al doctor Frederic Frankenstein le horrorizaba tanto el legado de su antepasado que se cambió el apellido. Era raro esto. A los abuelos no se los rechaza, al contrario que a los padres. Con los abuelos no tenemos conflicto porque no nos educan directamente. La relación natural (o la deseable o la platónica) entre abuelos y nietos es de complicidad y un poco de clandestinidad. Uno está a punto de irse y el otro acaba de llegar, pero es el segundo quien enseña al primero que los minutos se disfrutan más con travesuras. El abuelo aprende a dejarse de historias y a pasar un rato divertido en el tiempo que le queda, y el nieto se aprovecha de esa actitud y lo recluta como confidente y compinche. Los abuelos y los nietos se ponen hasta las orejas de chuches, por más que la diabetes y la autoridad paterna se lo tengan prohibido a ambos. Por eso, literariamente, los abuelos aparecen en tono de nostalgia y blandura, frente a los padres, que aparecen afilados y conflictivos, como el muro que hay que derribar para ser libre. Los abuelos ayudan a los nietos a excavar el túnel por el que se fugarán de la prisión familiar.

En España está de moda airear a los abuelos. Casi siempre para mal. Unos se arrojan los abuelos de otros a la cara. Has traicionado a tus abuelos. No me faltes al respeto, que mi abuelo fue picador, allá en la mina, y arrancando negro carbón, quemó su vida. Mi abuelo fue mejor que el tuyo. Tu abuelo mató a mi abuelo. Etcétera.

Todo se resume en la frase que Igor dice al Doctor Fronkonsteen en la estación de Transilvania: “Mi abuelo se entendía con su abuelo. Claro que las tarifas han subido”.

De entendimientos va Un abuelo rojo y otro abuelo facha, de Juan Soto Ivars (Círculo de Tiza), que parece embarcado en un proyecto casi ecuménico que probablemente tenga más que ver con la fatiga del compromiso, de la ideología, de la militancia à la mode y de la consigna agit-prop. Parece el libro de un nieto, pero el título lleva a engaño (un equívoco intuyo que intencionado), porque es el libro de un paseante. Como los nietos avispados, Soto usa a los suyos como parapeto de sus travesuras, porque, por más que el debate, las entrevistas y las reacciones se centren hasta ahora en el empeño de superación de las dos Españas (esfuerzo donde no le faltan aliados intelectuales, incluyendo a este juntaletras), estas páginas son una miscelánea generacional y ensayos de aproximación a uno mismo. Quizá lo más sobresaliente del libro, desde un punto de vista tanto literario como moral, sea la resistencia al cinismo y su sustitución por una ironía humorística nada corrosiva y muy humanista.

Es un libro puzle muy acogedor, que permite al lector libertad de entrada y salida, que vindica el articulismo y el ruido de la polémica y que se entronca en una corriente cada vez más nítida y menos tímida de prosistas que miran y pasean disfrutando de lo mirado y lo paseado, sin ánimo de transformarlo, pero no porque sean conformistas y culogordos de sofá, sino porque escarmentaron en cabeza ajena: contemplan a los abuelos que sí quisieron cambiar cosas y les han visto en la tristura de su vejez. Hay un desengaño prematuro, casi un desengaño preventivo, contra los idealismos y las palabras con mayúsculas, y una querencia por lo íntimo y por la contradicción.

Hablaba hace unas semanas en este mismo juicio final, a propósito del último ensayo de Edurne Portela, El eco de los disparos, de un cierto aroma generacional que tiene que ver con la forma de mirar. Portela nació en 1974. Soto, en 1984. Hay diez años entre ellos, y creo que abren y cierran esa mirada en la que algunos, como yo, nacido en 1979, nos reconocemos y nos entendemos. Un abuelo rojo y otro abuelo facha es un libro que no se agota en sí mismo, sino que aspira a dialogar con otros, forma parte de un ruido más grande, quizás solo un murmullo, pero creciente, que tal vez no modifique el régimen político ni redacte una constitución, pero sí parece capaz de hacer algo más sutil y penetrante: devolver la mirada a los ojos y retirarla de los tópicos y los prejuicios y los miedos heredados.

Y si no, al menos está bien que alguien hable de sus abuelos como personas contradictorias y complejas, y no como arquetipos con forma de bandera ni ideales que traicionar.