Regalo de cumpleaños, por Sergio del Molino

El sábado pasado me tocó ser regalo de cumpleaños de un librero. Patricia Bejarano, librera consorte de Óscar Sancho, dueño de la librería Benedetti de Las Rozas, Madrid, me escribió antes del cumpleaños de este último contándome que Óscar es muy fan mío (fan, qué palabra) pero no se atrevía a invitarme porque su local queda un poco a desmano de los circuitos habituales, así que había decidido regalarme. Te pago el viaje y te vienes a presentar el libro, ¿qué te parece?, me dijo. Y me pareció estupendo, claro.

La librería Benedetti está en un centro comercial, quizá porque en Las Rozas todo tiene que estar en un centro comercial, pero lleva décadas siendo la librería “de toda la vida” del lugar. Acostumbrados a los locales de barrios históricos o gentrificados, Benedetti ofrece una sensación paradójica de autenticidad. Quién nos iba a decir que nos sentiríamos así en un centro comercial de Las Rozas: un reencuentro con la vida librera, una reunión de lectores sin ínfulas ni estupendismos. Gente a la que le gusta la literatura y acaba formando una comunidad de solitarios en torno al centro gravitacional de la librería.

Celebramos el sarao junto al parque infantil del centro comercial. Un puñado de lectores escuchando e interpelando a un escritor y unos libreros, algo amable y civilizado que a menudo convertimos en acartonados actos de promoción, en una liturgia molesta en la que escritores y público hacen lo posible por no dormirse. Como en una misa, nadie cree nada de lo que pasa allí, pero hay que estar, dejarse ver, ser cortés. Nada de eso sucedió el sábado. Si me pongo místico (y por seguir con el símil religioso) diré que fuimos cristianos que recuperaron la fe durante un rato y entendieron el significado de la liturgia sin atender a ella mecánicamente. Prefiero apuntar que recuperé cierta normalidad de trato con los lectores, porque a menudo la relación con ellos se enfría por esa liturgia o se tensa por la distancia entre persona y personaje o entre narrador y escritor que no se mide bien.

El caso es que pasé un día maravilloso en Las Rozas. Conocí a Isabel, la librera matriarca, fundadora de Benedetti, que hizo de todo en el mundo de la edición antes de abrir la librería que ahora lleva su hijo. Comí con Óscar y Patricia, gocé de su compañía y volví a casa reconciliado con muchas cosas, con los votos renovados. Porque cuando me metí en esta vida rara de juntaletras lo hice con la intención de romper esos muros que separan la persona de la profesión, confundir los trozos de mi vida, no fingir ser distintas cosas, no interpretar papeles. Y estoy convencido de que parte de este tinglado se mantiene gracias a gente que hace lo mismo que yo y renuncia a decir unas cosas con corbata y las contrarias sin ella. Mi aspiración es que mi hijo no sienta que está ante un extraño cuando me vea en actitud profesional, dando entrevistas o charlando en público, que nunca piense: ese no es mi papá, está interpretando un papel. Creo que esto de la literatura sólo se sostiene desde la implicación, pero esa implicación desgasta mucho. Psicológicamente, es mucho más cómodo ponerse un mono de trabajo y guantes y ducharse al salir, antes de ponerte la ropa de calle que has guardado en la taquilla. Por eso reconforta encontrar a iguales, descubrir a gente con la sensibilidad afinada en tu misma clave.

Fue hermoso lo que hicieron los chicos de la Benedetti. Por cosas como esa, quizá, llevan tanto tiempo siendo la librería “de toda la vida” de Las Rozas.