Pálida luz en las colinas de Kazuo Ishiguro, una lectura de Marta Caparrós
Sentir lo callado
Pálida luz en las colinas, de Kazuo Ishiguro. Editorial Anagrama, 2006. 208 págs.
Kazuo Ishiguro, que deslumbró a crítica y público con Los restos del día, fraguó en su primera novela, Pálida luz en las colinas, su particular poética del dolor de los silenciados
El escritor japonés afincado en Reino Unido Kazuo Ishiguro (Nagasaki, 1954) consiguió fama mundial tras la adaptación cinematográfica de su tercera novela, Los restos del día, publicada en 1989 y llevada al cine por James Ivory cuatro años después. Ese éxito deslumbrante fue seguido por obras igualmente celebradas como Cuando fuimos huérfanos o Nunca me abandones (también adaptada a la gran pantalla), que han convertido al japonés en uno de los autores de lengua inglesa más prestigiosos de su generación, junto a Ian McEwan y Martin Amis. Fue interés de las editoriales traducir y difundir sus obras primeras, entre ellas su debut, Pálida luz en las colinas, editada en España por Anagrama. Aunque se trata de una novela más desconocida y podría pensarse más inexperta, posee ya la maestría de sus trabajos posteriores, y sobre todo, en ella el lector que se haya acercado previamente a otros libros tiene el placer de reconocer en su argumento sutil e inquietante el núcleo de las obsesiones que más tarde se expandirán y gobernarán el universo Ishiguro: el peso del pasado, la incomunicación y los traumas de la guerra.
Ishiguro nació en Japón pero se trasladó con su familia muy pronto a Reino Unido, al igual que los protagonistas del libro. La acción se sitúa en la década de los ochenta en una pequeña ciudad de provincias inglesa donde vive Etsuko, una japonesa de unos cincuenta años que ha sufrido recientemente el suicidio de su hija mayor, Keiko. Etsuko recibe la visita de su otra hija, Niki, de padre inglés. La estancia desencadena en Etsuko una serie de recuerdos de cuando se encontraba embarazada de la difunta Keiko, en el Nagasaki de los años cincuenta. Comienza así la rememoración de aquellos días, marcados por el clima de posguerra, que ocupa buena parte de la novela. La narración de Etsuko, en primera persona, regresa al presente solo en momentos muy puntuales y al final, sin que suceda nada más que la cotidianidad de la visita de Niki y su regreso a Londres.
El relato está por lo tanto centrado en la evocación del Nagasaki que trata de recuperarse del trauma de la bomba atómica. En ese tiempo Etsuko se hace amiga de una misteriosa vecina algo mayor que ella, Sachiko, y de su hija Mariko, una niña de extraño comportamiento, dada a escaparse y visitar un viejo caserón. La amistad con madre e hija lleva a Etsuko a conocer su historia, marcada, como la de todos los habitantes de la ciudad, por el horror de la guerra cercana. La niña presenció en los días posteriores a la explosión atómica cómo una mujer recuperaba de un río el cadáver de su hijo muerto, una visión de la que no logra desprenderse. Sachiko cifra sus esperanzas de redención en su amante norteamericano, miembro de las fuerzas de ocupación que le ha prometido llevarlas con él a Estados Unidos.
Junto a la relación con sus vecinas, Etsuko pasa sus días con su marido, un joven competitivo ansioso por ascender en su empresa, y su suegro, que está de visita en Nagasaki. La relación entre padre e hijo se revela especialmente tensa por una serie de altercados que ponen de manifiesto el choque generacional entre quienes luchan por mantener el viejo sistema tradicional japonés, y la nueva generación, más abierta a la influencia occidental. Pese a esos visos de apertura, el machismo, la rigidez y la defensa irracional de cualquier tradición son constantes en el día a día de los personajes, sin que ninguno sea capaz de manifestar la más mínima emoción al respecto. Etsuko escucha impasible cómo su marido defiende que las mujeres tengan de votar lo mismo que sus esposos, o sus opiniones tibias sobre la violencia de género. La amistad con Mariko y Sachiko supone una válvula de escape, aunque el desasosiego y el trauma que arrastran también alteran a Etsuko, que espera a su hija con alegría, pero influida inevitablemente por el contexto de desesperanza en el que ella y sus vecinos tratan de sobrevivir.
Poco más compone una trama mínima, pausada, en la que no aguardamos con tensión grandes acontecimientos, y que sin embargo, nos obliga a seguir leyendo. Ishiguro lleva a la distancia larga una práctica mucho más extendida en el relato breve: el principio de la máxima sugerencia y la mínima explicación, que fuerza a los lectores a rellenar los huecos de la historia. Una apuesta totalmente coherente con la temática que aborda: las heridas irreversibles que la guerra dejó en la moral del pueblo japonés y el silenciamiento como estrategia de supervivencia.
A lo largo de toda la lectura nos persigue una pregunta: qué relación existe entre los acontecimientos del presente y los del pasado. Es lógico pensar que, a raíz del suicidio de su hija Keiko, Etsuko recuerde el tiempo en el que estaba embarazada de ella. También resulta coherente que rememore con tanta precisión su extraña amistad con Sachiko y su hija Mariko. Deducimos que Etsuko establece con ellas un juego de espejos, que además es múltiple. Etsuko, que acaba por marcharse a Inglaterra, se proyecta en la Sackiko obsesionada con irse a Estados Unidos. Probablemente en su hija suicida también vea un correlato de aquella niña que fue Mariko, obsesionada por la muerte. Y sobre todo, su relación presente con su hija Niki, marcada por el choque generacional y los silencios, tiene su réplica no solo en la de Mariko y Sachiko, sino también en la de su ex marido y su ex suegro. Sin embargo, Etsuko nunca expresa abiertamente este juego de identificaciones. Algunos detalles que resultarían especialmente significativos, como los motivos del suicidio de Keiko, o las causas por las que Etsuko dejó a su marido en Japón para marcharse a Reino Unido, son intencionalmente velados.
La tensión que se genera entre la trama presente y la pasada nunca llega a colmarse de significado porque la narración de Etsuko es fría, distanciada, con poquísima introspección. Nunca revela las emociones que le produce el recuerdo del pasado ni su duelo presente. Sin embargo, hay una correspondencia que el lector logra percibir. Ese raro equilibrio, que nos llena de desasosiego, se produce a través de una técnica muy depurada de sugerencias. Como en los buenos relatos breves, ninguna información es baladí, pero lo importante está cifrado en el subtexto y exige nuestra interpretación
¿Cómo logra Ishiguro esa corriente de sentido nunca expresada y sin embargo presente? El título del libro, Pálida luz de las colinas, nos pone en preaviso de la importancia de la ambientación. Esa luz pálida de las colinas, los cielos grises ingleses, los descampados colmados por el barro y los mosquitos en Nagasaki, nos van calando de amargura a medida que avanzamos por la historia. La represión, el silencio y la desesperación que atraviesan a sus personajes tan calladamente descansan apenas en esas pinceladas del paisaje. Ishiguro envuelve a sus criaturas en escenas neblinosas y embarradas en las que la trama es igualmente turbia. Es la suya una sutileza extrema que nos hace sentir algo impotentes, pues sentimos que esos personajes silenciosos se nos escapan continuamente: no dicen lo que necesitamos para vivir con ellos. Y sin embargo, se obra el milagro, porque no estamos fuera de sus sentimientos. Al contrario, nos sentimos atravesados por su pena. El paralelismo velado entre pasado y presente, entre personajes que nunca se han conocido, no llega a encajar jamás, pero hay un momento en la lectura en la que sentimos que inexplicablemente todo está unido.
Pálida luz en las colinas trata de la falta de comunicación entre generaciones, del dolor soterrado, del silencio como vía espuria y peligrosa para salir a flote, y del inevitable zarpazo de los traumas y de la guerra. La forma en la que se articulan todos estos motivos resulta perfecta: un tono contenido y desasosegante y unos caracteres perfectamente construidos. En Los restos restos del día, Ishiguro creó un personaje tan enigmático como el de Etsuko, Mariko o Sachiko: el mayordomo Stevens, magníficamente interpretado por Anthony Hopkins en el cine. Sobre Stevens, igual que sobre las mujeres de Pálida luz en las colinas, pesaba el desgarro de la Segunda Guerra Mundial y de una educación opresiva, pero sus confesiones apenas nada revelaban de la represión y el silenciamiento que, sin saber cómo y pese a todo, con él lográbamos sentir. Fue un personaje lleno de magia que le valió a Ishiguro una merecida consagración. Leyendo Pálida luz en las colinas constatamos que aquel mayordomo es heredero de unas mujeres japonesas, igualmente herméticas y fascinantes, atrapadas en el Nagasaki de posguerra. Vale la pena asomarse a este primer libro.