Alberto Olmos y la España vacía, por Eduardo Laporte
«Yo escribo, pero no sé muy bien quién soy yo. Nosotros somos Julia y Mario». Así comienza uno de los intensos relatos, Los sentidos, de Guardar formas, la colección de escritos cortos que acaba de publicar Alberto Olmos en Literatura Random House.
Es probable que Alberto Olmos sea un genio y eso es algo que su trayectoria literaria acabará de confirmar, aunque veamos destellos de este talento en su no corta producción, los que lo seguimos con fiel interés desde hace tiempo. Es posible que sea ese escritor que dé el salto definitivo, ese que consiste en ir más allá del círculo de letra-heridos más o menos cercanos y vender un porrón de ejemplares sin renunciar a la calidad, como han logrado en España escritores ya talluditos —odio esa expresión— como Muñoz Molina, Javier Marías o Javier Cercas, y perdón por la poca paridad. Sus lectores más incondicionales lo deseamos de corazón.
Pero lo que no lo perdonamos a Alberto Olmos es que cree personajes como Julia y Mario. O como Claudia y Marcos. O como Manuel y Marta. ¡María y Luis! ¡Juan e Isabel! ¿Por qué, Alberto, por qué? Quizá sea una proyección de sí mismo, porque Alberto se llama Alberto y no Anselmo y uno se pinta siempre a sí mismo, como Picasso dibujaba siempre narizotas y ojos grandes y con mucho blanco.
Es algo que comentamos en su día esa escritora casi inédita que es Diana Bandini y yo, sorprendidos por esa aparente planicie al introducir personajes en un autor tan rico como nos parece Olmos. ¿Una herencia de cierta literatura juvenil que el autor mamó en su más tierna edad lectora? ¿Un tic de cierto cine español —flojo— más preocupado en imitar la realidad para ser verosímil que en crear un universo propio, lejos de las convenciones, que es cuando aflora lo genuino y lo realmente verosímil? Podría ver a Maribel Verdú y a José Coronado interpretando a esos Julia y Mario y con eso te lo digo todo.
Porque Julia y Mario, o María y Julio son como dos pegatinas, dos dibujos sobre el imán de la nevera, seres sin pasado, más que planos creados como por una máquina de crear personajes, recién aparecidos en la Historia, «ángeles caídos en el planeta Tierra, sin memoria de dónde venimos», como canta Battiato.
Y no es que no tengan memoria, sino que han saltado por encima de su memoria, que es algo que se puede hacer, al contrario que de nuestra sombra, aunque el resultado genera un efecto extraño pues tenemos personajes sin sombra, sin reflejo, a los que no crece la barba, que nunca cagaron ni tienen tarjeta de la Seguridad Social. A veces, afortunadamente, no se llaman Mario y Julia, ni Claudia y Pedro, sino Sebastian, sin tilde, en homenaje al grupo escocés, Belle and Sebastian, en lugar de llamarse Miguel Sanz. Porque así, Sebastian y luego Miguel Sanz, se llama el protagonista alteréguico de Alabanza, ese afortunado libro en el que Alberto Olmos nos habla como nadie del drama de haber nacido en la España vacía, la España a la que todos quieren dar la espalda, y cuyos ecos ha descrito, como nadie también, Sergio del Molino en su reciente y muy recomendable La España vacía (Turner).
Y aquí llegamos al celebrado momento de la reseña doble, el maridaje literario entre dos libros que se complementan como unas ostras y un Jurançon sec: Alabanza y La España vacía. En el primero, Olmos se atreve a crear un personaje autobiográfico que sale del armario de la España vacía. Un Miguel Sanz que mata a ese cosmopolita de provincias que era Sebastian, personaje que pulula por Malasaña maquillado de modernidad y carteles de festivales musicales, como miles de jóvenes igual que él, ocultando un pasado poco rutilante de padres poco menos que analfabetos, empleados de cooperativas agrarias, con manos gordas y torcidas como de Ibáñez.
La España vacía es toda esa España de la que renegamos y que, como denuncia Del Molino, nos ha terminado privando de relato. El rechazo que le han dedicado sus hijos ha generado miles de Marios y Julias, seres sin pasado, sin árbol genealógico, sin alma si me apuras.
En el desván de mis tíos, en Pamplona, guardo un montón de cajas que familiarmente quedaron bautizadas como «Mi pasado». Libros del colegio, carpetas con viejas redacciones, un cajita azul con minerales y un diente de tiburón, mi primera navaja suiza, lupas, dibujos, una agenda, la de 1995, en la que señalaba cada día mi estado de ánimo, configurando diariamente una gráfica con la variación de mis humores, ya por entonces dados, quizá incluso más que hoy, a una imprevisible oscilación. Mis tíos dudaban de la pertinencia de semejante almacenaje, pero siempre que vuelvo y palpo toda esa arqueología personal siento que todo recupera su flujo. Como si volviera al cauce de la historia; al, ay, río de la vida.
Marcos y Claudia, Javier y Beatriz, están fuera de ese río, son de plástico. Es el único pero que hago a ese Alberto Olmos que materializó con brillantez el drama de la España vacía en Alabanza, proporcionando la novela que le faltaba al ensayo correspondiente y viceversa.