Consejos para lectores precoces, por Sergio del Molino
Ahora que la escuela ha terminado y que el temor de muchos padres es que sus bestezuelas deambulen asilvestradas, de regreso a su estado preescolar y olvidadas de toda huella civilizatoria, hay algunos progenitores que se preocupan por algo más que por dónde los aparcarán hasta que a ellos les den las vacaciones. Incluso los hay que se preocupan por convertirlos en lectores o, al menos, fomentar esa manía. No hay recetas ni trucos. O, al menos, yo no los tengo ni soy un experto, pero sí se me ocurren algunas cosas de puro sentido común. Aquí van:
- Dé ejemplo. Olvídese de que sus cachorros lean si usted no coge un libro ni por error. Suponemos que, si está leyendo esta revista literaria, es porque tiene algún interés en la literatura y, por tanto, es un lector, pero nunca está de más aclararlo, ya que vivimos en un mundo donde los padres quieren que sus hijos sean aplicados aunque ellos sean unos vagos; abstemios, aunque ellos pidan siempre una segunda botella de vino, y virtuosos, aunque ellos se esfuercen siempre por que la declaración de la renta les salga a devolver y aparcan en doble fila. Del mismo modo, padres habrá que reprochan a sus hijos no leer cuando la única letra impresa que se han llevado a los ojos en años han sido los resultados de la quiniela.
- Que haya una pequeña biblioteca en casa. Es desolador entrar en casas sin libros. ¿Con qué llenan el vacío de sus paredes? No hace falta que se coman todo el espacio vital, como nos pasa a algunos, pero sí que tenga algunas referencias elementales (que no esté compuesta por libros de cocineros de la tele, vaya, asegúrese de que son libros literarios) y, sobre todo, que sea accesible a la curiosidad del niño. Los libros no son medicamentos, no los deje fuera de su alcance. Cuando me convertí en padre, empecé a comprar algunos clásicos imprescindibles que he dejado ahí por si mi cachorro, cuando curiosee en la biblioteca, los encuentra.
- No censure ni guíe al niño. Quizá le horrorice verle manoseando un título inadecuado para su edad. Si de verdad le espanta que lean Filosofía en el tocador, de Sade, ponga a Sade bajo llave, en el cajón donde guarda los juguetes eróticos y las drogas blandas, pero aconsejo no tener miedo. Si no entiende o no le interesa el libro, lo dejará. No he conocido a nadie traumatizado por haberse saltado las recomendaciones por edades de los libros. La edad adecuada para cada lectura es la que uno decide: si un niño se siente atraído por García Márquez a los once años, como me pasó a mí, a lo mejor es que su edad de iniciación en García Márquez son los once años. Quizá no entienda nada, puede que no tenga el cerebro preparado para ese esfuerzo intelectual, pero la fascinación de las palabras va más allá de su comprensión cabal. La lectura, como muchos otros placeres, es un vicio adquirido que al principio consiste en forzar los propios límites.
- Acompañe, pero no atosigue. Deje que su hijo explore a su aire. Si le pide consejo, déselo. Si no, absténgase de ofrecerle libros que seguramente no le interesarán (por el simple hecho de que se los ha ofrecido el imbécil de su padre: asuma que, a partir de cierta edad, usted es un imbécil para su hijo; sígale la corriente, no intente persuadirlo de lo contrario, pues sólo logrará que piense que es aún más imbécil). Muéstrese disponible, pero no demasiado tutelar. Y, sobre todo, nada sabihondo. Un amigo músico, compositor de bandas sonoras de cine, tiene una estrategia de no intervención con su hijo púber. Al niño le gusta la música y, de vez en cuando, descubre por sí mismo grandes grupos clásicos. Cuando eso sucede, mi amigo, en vez de ponerse estupendo contándole batallitas sobre ese grupo que él empezó a escuchar hace treinta años, deja que su hijo le dé una lección sobre él y finge asombro por todos los datos que le revela. Sólo al final, como quien no quiere la cosa, deja caer el nombre de algún grupo afín, para darle pistas al chico en su exploración.
- Cuando son pequeños, lean juntos. En voz alta. Lean bien en voz alta, esfuércense. Nada hay más triste que una lectura sin intención, plana o avergonzada. Ponga voces, teatralice, sienta los personajes, haga el payaso. Y procure que su hijo lea con esa misma teatralidad. Si la lectura se relaciona con algo íntimo entre padres e hijos, como parte de un cariño salvaje y primordial, será muy difícil de extirpar después.
En cualquier caso, no obligue, no haga que asocien un placer con un sacrificio de monje. No olvide nunca que se lee por vicio, y que los vicios están reñidos con la pedagogía y las buenas intenciones. No se lee para ser mejor persona ni para conseguir una buena nota en la selectividad ni para ser más listo que el vecino. Se lee porque la lectura hace feliz, y si no es capaz de transmitir esta dimensión dionisíaca por encima de cualquier discurso moralizante, está perdido. No conozco a ningún buen lector que lo sea por utilitarismo. Todos lo son por adicción y lujuria.