La mar com a penyora, de Lorenzo Silva

Este trimestre Cataluña es el protagonista del último número de Eñe –Cataluña con enye-. En el espacio de creación de la revista decidimos invitar a siete autores -Carme Riera, Lorenzo Silva, Sergi Pàmies, Luis García Montero, Eduardo Mendicutti, Miquel de Palol y Jenn Díaz- para que compartieran con nosotros textos en catalán y castellano, siempre con Cataluña como fondo.

Hoy tenemos el placer de ofreceros uno de los textos recogidos en la sección: «La mar com a penyora» (En prenda el mar), de Lorenzo Silva (Madrid, 1966). A continuación tenéis la oportunidad de disfrutarlo en edición bilingüe.

Si queréis leer al resto de los autores, podéis encontrar sus textos en nuestra revista en papel.

¡Esperamos que os guste!

 

 

LA MAR COM A PENYORA (EN PRENDA EL MAR)

Para Noemí

Sucedió en Barcelona, un diciembre luminoso y benigno, como allí es costumbre. Nos encontramos y nos vimos arrastrados por algo que era más fuerte que ambos, que exigía lo suyo con una fiereza desconocida para los dos. Entonces, por más que lo intentamos o lo quisimos, cada uno a su manera, no podíamos ser, todavía. Y a pesar de todo, entonces, lo mismo que ahora y siempre, supimos, como nunca hemos dejado de saber, que tú y yo no teníamos más remedio que acabar juntos.

Transcurrieron los años del desencuentro: siete, día por día, con hechuras de resignación y hasta de olvido, con instantes en los que todo parecía haberse disuelto en la lejanía y en la renuncia; en el miedo, la desesperanza, el camino bifurcado. Y sin embargo, cada vez que volvía a Barcelona era como volver a ti. Era recuperar las calles, los momentos, las palabras que habíamos compartido y donde tú ya no estabas, donde solo se encontraba tu ausencia con mi nostalgia, una nostalgia cada vez más extraña e inconsistente, en la que me empecinaba con una especie de insumisión a la cruda realidad que se imponía para separarnos. En ese ejercicio de buscarte donde no me aguardabas, reiterado una y otra vez, me reconocía como uno de esos hombres que malgastan sus energías en afanes sin provecho; como uno de esos hombres que desde que no lo era aún deseo ser hasta el último de mis días, para conjurar el oscuro peligro de convertirme en uno de esos otros que andan siempre especulando sobre réditos y márgenes de explotación, beneficios después de impuestos o la forma de evadir estos y otras responsabilidades, que es en lo que suele parar la afición inmoderada a barrer para casa.

Habría podido llegar a despegarme de mí mismo, cuando paseaba como un pobre rastreador de la nada por las calles de Barcelona, de no ser porque antes de separarnos recurriste a un conjuro en tu lengua, un conjuro que ni siquiera era tuyo y que no sé si fuiste consciente de que obraría como tal. Quizá solo fuera en ese momento, para ti, una manera más o menos airosa de decirme adiós: Et deix, amor, el mar com a penyora. O lo que viene a ser lo mismo: Te dejo, amor, en prenda el mar. El título, dicho sea de paso, de una vieja historia de Carme Riera.

Durante esos siete años en que no estuvimos juntos me bastaba viajar a cualquier lugar que tuviera mar para sentirte. Me bastaba mirarlo (el Atlántico en Cádiz, el Mediterráneo en Almería, el Báltico en Estocolmo, el Pacífico en Lima) para saber que tú seguías ahí, destinada a mí como yo lo estaba a ti, y que todo lo que nos alejaba era una anomalía que, incluso si parecía prevalecer o prevalecía sobre nuestro itinerario biográfico, en la única dimensión que importaba, esa donde suceden la verdad y la belleza, esa que nos resarce y nos ilumina más allá de lo que el ruin acontecer consiente, no podía sino acabar derrotada por la fe y el deseo que, estaba seguro, no solo a mí me movían. Y si esa fe o ese deseo flaqueaban, mientras llevaba adelante mi vida sacudida por otros asuntos y conflictos, me bastaba con irme en soledad a una playa cualquiera, preferiblemente al atardecer y cuando ya no quedaba nadie, y meterme en el mar y apurar la sensación de estar en sus manos, que eran las tuyas. Es posible, no quiero mentirme ni mentirte, que en algún momento llegara a olvidar el sentido originario de aquel rito; no es ni mucho menos infrecuente que el creyente se distraiga. Pero como luego los hechos demostrarían, incluso entonces continuabas ahí, más allá de mi conciencia y mis oraciones, reclamando tu lugar.

Hasta que llegó una primavera en la que de tu recuerdo y el mío, y de los tumbos que cada uno había dado por su cuenta, necesitó y a la vez pudo nacer aquello que antes había sido imposible. Y como suele ocurrir en tales coyunturas, no tuvo más remedio que acabar naciendo. Llamaste tú, acudí yo. Podría muy bien haber sido al revés; podría haber sido de cualquier manera. No nos vimos en seguida, pero ni tú dudaste ni yo tuve dudas, y cuando aterricé en Barcelona, una mañana de julio, y en vez de tu recuerdo frágil y desvaído ahí estabas tú, todo se reanudó como no tenía más remedio que reanudarse; como si no hubiera dejado de sostenerse, porque había estado latiendo mientras ambos creíamos andar a otros quehaceres y propósitos.

Me fui a vivir a Barcelona: algo nos decía a ambos, pero sobre todo a mí, que tenía que habitar aquel lugar, tu lugar. Tenía que hacer aún más mía la tierra que me había dado tan hermoso regalo, porque no somos solo, ni siquiera por encima de cualquier otra procedencia, de allí donde nos echa al mundo nuestra madre ni de allí donde nos expiden un pasaporte, sino de allí donde hemos acertado a sentir que nos sale ese que estamos llamados a ser; ese que el viejo Píndaro prescribe que tenemos que acabar haciéndonos, porque ya lo somos y no podemos ser otra cosa, o sí, podemos, pero al precio de arrastrar la infelicidad y las tinieblas por dondequiera que pasamos, y acabar sumidos en ellas si no acertamos a cambiar a tiempo de rumbo.

Pusimos casa juntos en el Baix Llobregat. En una ciudad obrera y mestiza, como convenía a tu carácter y al mío. En esa Viladecans donde resuenan al unísono el catalán, el castellano (o español, evitemos una necia querella) con acento andaluz o extremeño y el tarifit venido de los riscos del Rif que también son mi casa, porque así lo decidió mi corazón la primera de las varias veces que me vi ante ellos y durante las muchas horas que me he pasado escribiendo sobre esa región y su gente irreductible en el combate y generosa en la hospitalidad. Desde esa base, quise contigo conocer mejor Cataluña, tu país que también ya es el mío, sin que eso nos prive, ni a ti que allí naciste ni a mí que lo elegí, de ser de varios otros, empezando por el que la mitad de tu sangre venida de Córdoba, y la mía venida de Málaga y de Salamanca, nos otorga desde nuestros primeros pasos. Quise empaparme de eso que te hacía la que eras y me había persuadido, nada más verte, de mi perentorio deber de quererte.

No es que no la conociera, Cataluña. El oficio, que no siempre es maldición, me había llevado a recorrerla de punta a punta con anterioridad: desde Lérida hasta Tortosa y desde Olot hasta Vic, cruzando sus ríos, pisando sus ciudades pequeñas y grandes, desde sus puertos a sus montañas. Pero siempre eran viajes más o menos apresurados en los que las impresiones había de recogerlas al paso, sin que eso signifique que fueran débiles o someras: recordaba vívidamente la primera vez que había contemplado la llanura desde la vieja seu de Lérida, la primera noche que caminé por el barrio judío de Gerona, el primer amanecer que admiré en el delta del Ebro, entre tantos otros instantes. Pero contigo y desde nuestra casa barcelonesa pude hallar el tiempo y el sosiego para interiorizar Cataluña, para encontrar dentro de ella esos rincones donde hacerme hueco y quedarme, esos horizontes propios a los que volver una y otra vez.

Ahora, cuando escribo estas líneas, ni tú ni yo vivimos en Cataluña. Pasaron otros siete años, y la vida y sus contingencias nos condujeron a mí a volver al lugar de mi nacimiento, y a ti a venirte conmigo y adoptarlo como tu lugar, como yo en su día adopté el tuyo. Desde hace un tiempo, eres como yo, madrileña: habitante y por tanto dueña de pleno derecho del cielo que pintó Velázquez, transeúnte de las calles y copartícipe del trasiego de este poblachón venido a más en medio de la meseta. Y has aprendido, como algunos no saben, que ser mesetario no es un desdoro, porque meseta es justamente lo que quiere decir en árabe La Mancha, patria universal y sin fronteras de quienes hablamos en esta lengua en que escribo y que es también una de las dos tuyas y nuestro espacio de encuentro con millones de seres humanos repartidos por el ancho mundo. Madrileña eres también hoy y por eso sigues escribiendo en catalán, la lengua en la que, dicho sea de paso, yo sigo prefiriendo leerte, porque en ella resuena el eco de quien guio tus pasos desde niña y te enseñó a ser quien eres, y también porque es una lengua sutil y melodiosa en la que atraparon la belleza del mundo poetas como la que te dio aquellas palabras mágicas que me hicieron tenerte cuando no te tenía; aquellas palabras sanadoras que una y otra vez, en los días amargos, me llevaban a la orilla del mar.

Y al mar es, precisamente, al que vuelve una y otra vez la memoria de los dos, ahora que estamos lejos de Cataluña. En nuestros viajes recalamos una y otra vez frente a él, porque fue frente a él donde encontramos nuestros lugares más queridos. Desde la quieta y recóndita bahía de Portbou, junto a la que se apagó la mirada lúcida de Walter Benjamin y a donde se asoma lo que de sus huesos queda en la fosa común de un cementerio marino como el de Valéry, hasta la playa amarilla y apacible de El Vendrell, donde se retiraba Pau Casals a soñar melodías. Pero hay tantas otras… Cerramos los ojos y vemos el paseo marítimo de Vilanova o de Sitges, pisamos la arena de la estrecha playa de Garraf, nos demoramos recorriendo el arenal interminable de Castelldefels y Gavà, nos dejamos envolver por el bullicio de la Barceloneta, regresamos en invierno a Premià o a Blanes o a la ciudadela medieval de Tossa, paseamos en verano por la bahía de Roses admirando ese único atardecer catalán sobre el mar que como tantas otras cosas vio Josep Pla, nos acercamos a la diminuta joya azul turquesa de Aiguablava, enfrentamos osados o acaso locos la tramontana una noche de invierno en Llançà, nos quedamos quietos a la luz del mediodía en el banco que se asoma a la bahía de Port Lligat, o nos ba- ñamos solos en alguna de las calas cortadas a cuchillo en el Cap de Creus.

Y sobre todo, volvemos una y otra vez a caminar con los pies desnudos, dejando que el agua de las olas nos los acaricie, por nuestra playa sin gente y sin edificios: esa playa de Viladecans a la que una y otra vez llegué pedaleando para estar a solas con el mar (contigo) y en la que un mediodía, al enterarme de que amenazaba con urbanizarla con casinos un magnate que luego resultó estar tomándole el pelo al gerifalte de turno, me pareció ver cabalgando lanza en ristre al caballero de la Triste Figura. Ese loco estrafalario que desde La Mancha llegó hasta el arenal de Barcelona para conocer el mar y allí dar su último combate pasó, en la derrota, junto a Barcelona misma, a la memoria recalcitrante de los poetas y de los disconformes, de quienes se niegan a aceptar que la historia está escrita y sepultada bajo las heladas aguas del cálculo egoísta. Fue allí donde una y otra vez, mientras daba pedales, acudieron a mi memoria los versos de León Felipe, con la música que les pusiera Joan Manuel Serrat: «Ponme a la grupa contigo, / caballero del honor, / ponme a la grupa contigo, / y llévame a ser contigo / pastor». Y fue allí donde me congratulé, con un secreto orgullo que aquí exhibo, de que esa estampa de Barcelona, eterna y universal, se debiera a la pluma de un madrileño de Alcalá de Henares, al que, travesuras del destino, no dejaron en su día llegar desde Italia a Barcelona los piratas berberiscos que lo capturaron en mitad de su travesía para llevarlo al cautiverio de Argel.

Y se me ocurre, ahora que recordamos Cataluña desde lejos, y desde lejos asistimos a las zozobras y los exabruptos que ensombrecen desde fuera y desde dentro su presente, que ese mar del que juntos levantamos un mapa minucioso y sentimental, esa arena clara y esa brisa tibia del Mediterráneo catalán que no se nos va de la memoria ni del sueño, es la prenda que nos ha dejado Cataluña para conservarla en el corazón aun cuando pasemos muchos días sin pisarla. Esa prenda, ese mar, no dejará que nadie, ni entre los que diciéndose catalanes aspiran a dictar quiénes lo son o dejan de serlo como es debido, ni entre los que diciéndose españoles creen que España puede hacerse desde el menosprecio de lo que Cataluña es o del anhelo de su gente, nos quite jamás lo que es tuyo y es nuestro, porque lo ganamos en el campo del amor y de la fe sostenida. Pasarán los días negros en que los obtusos y lóbregos propagandistas de la destrucción y del desencuentro marcan el paso y dictan la agenda; quedarán atrás las incomprensiones y las mezquindades de unos y de otros; la arrogancia, la ignorancia, el querer forzar o expulsar a quien no se aviene a ser aquello que se le impone o a dejar de ser aquello que se le niega. Escampará la tormenta de las sinrazones y los despropósitos y escuchando al viejo Píndaro, todos, como un día hicimos tú y yo, aceptaremos hacernos los que somos, que es siempre más, y mejor, que lo que pretenden los legisladores de voluntades y sentimientos ajenos.

Como tú y yo, una barcelonesa y un madrileño, catalanes y manchegos y españoles y nómadas ambos, y como nos canta Raimon, un barcelonés de Xàtiva, que también es nuestro:

Hem viscut junts, ben junts,

ara fa ja molts anys,

qui sap què ens portarà,

qué ens portarà demà…

 

I volem viure junts,

els temps nous que vindran,

i volem lluitar junts

per tot el que hem lluitat

 

 

 

LA MAR COM A PENYORA

Per a la Noemí

Va passar a Barcelona, era un desembre lluminós i benigne, com és costum allà. Ens vam trobar i ens va arrossegar alguna cosa que era més forta que tots dos, que exigia el que era seu amb una ferotgia que ni l’un ni l’altre coneixia. Aleshores, encara que ho vam intentar o ho vam voler, cadascú a la seva manera, no podíem ser, encara. I, malgrat tot, aleshores, com ara i com sempre, vam saber, com mai no hem deixat de saber, que tu i jo no teníem altre remei que acabar plegats.

Van passar els anys del desacord: set, dia a dia, amb costures de resignació i fins d’oblit, amb instants en què tot semblava que es desfeia en la llunyania i la renúncia, en la por, la desesperança, el camí bifurcat. I, tanmateix, cada cop que tornava a Barcelona era com si tornés a tu. Era recuperar els carrers, els moments i les paraules que havíem compartit, on tu ja no eres, on eren només la teva absència i la meva nostàlgia les que es trobaven, una nostàlgia cada cop més estranya i inconsistent, en la qual m’obstinava amb una mena d’insubmissió a la crua realitat, que s’imposava per separar-nos. En aquest exercici de buscar-te on no m’esperaves, repetit una vegada i una altra, em reconeixia com un d’aquells homes que malgasten les energies en afanys sense profit; com un d’aquells homes que, ja d’ençà que encara no ho era, vull ser fins a l’últim dia, per conjurar el fosc perill de convertir-me en un dels altres, dels que sempre especulen sobre rèdits i marges d’explotació, sobre beneficis després d’impostos o sobre la manera d’evadir-los junt amb altres responsabilitats, que és en el que acostuma a derivar l’afició immoderada per escombrar cap a casa.

Potser hauria arribat a acomiadar-me de mi mateix, quan passejava com un rastrejador del no-res pels carrers de Barcelona, si no hagués estat perquè abans que ens separéssim vas recórrer a un conjur en la teva llengua, un conjur que ni tan sols era teu i que no sé si vas ser conscient que actuaria com a tal. Potser en aquell moment per a tu només va ser una manera més o menys airosa de dir-me adéu: Te deix, amor, la mar com a penyora. El títol, dit sia de passada, d’una vella història de Carme Riera.

Durant aquests set anys en què no vam estar plegats en tenia prou de viatjar a qualsevol lloc que tingués mar per sentir-te. En tenia prou de mirar-lo (l’Atlàntic a Cadis, el Mediterrani a Almeria, el Bàltic a Estocolm, el Pacífic a Lima) per saber que tu encara eres allà, destinada a mi com jo ho estava a tu, i que tot el que ens allunyava era una anomalia que, fins i tot si semblava prevaldre o prevalia sobre el nostre itinerari biogràfic, en l’única dimensió que importava, la de la veritat i la bellesa, la que ens rescabala i ens il·lumina més enllà del que l’esdevenidor mesquí permet, no podia sinó acabar derrotada per la fe i el desig que, n’estava segur, no em movien només a mi. I si aquesta fe o aquest desig flaquejaven, mentre tirava endavant una vida sacsejada per uns altres assumptes i conflictes, en tenia prou d’anar-me’n sol a qualsevol platja, preferiblement al capvespre i quan ja no hi quedava ningú, i ficar-me al mar i comprovar que era a les seves mans, que són les teves. És possible, no vull mentir-me ni mentir-te, que en algun moment arribés a oblidar el sentit original d’aquell ritu; no és gens estrany que el creient es distregui. Però, tal com els fets van demostrar més tard, fins i tot aleshores continuaves allí, més enllà de la meva consciència i les meves oracions, reclamant el teu lloc.

Fins que va arribar una primavera en què del teu record i el meu, i dels tombs que cadascú havia fet per la seva banda, en va néixer per necessitat el que abans havia estat impossible. I, com sol passar en aquesta mena de conjuntures, no va tenir cap més remei que néixer. Tu vas trucar, jo vaig venir. Podria haver estat al revés, podria haver estat de qualsevol altra manera. No ens vam veure de seguida, però ni tu en vas dubtar ni jo en vaig tenir dubtes, i quan vaig aterrar a Barcelona, un matí de juliol, i en comptes del teu record fràgil i esmorteït hi eres tu, tot va començar de nou, no hi havia altre remei, com si mai no s’hagués deixat de sostenir, perquè havia estat bategant mentre tots dos ens crèiem ocupats en altres assumptes i propòsits.

Me’n vaig anar a viure a Barcelona: hi havia alguna cosa que ens deia, a tots dos però sobretot a mi, que havia d’habitar aquell lloc, el teu lloc. Havia de fer encara més meva la terra que m’havia fet aquell regal tan bonic, perquè no som només, ni tan sols per sobre de qualsevol altra procedència, d’on la nostra mare ens porta al món ni d’on ens expedeixen el passaport, sinó d’on sentim encertadament que neix aquell que estem cridats a ser; aquell que el vell Píndar prescriu que hem d’acabar fent-nos, perquè ja el som i no podem fer-hi res, o sí que podem, però pagant el preu d’arrossegar la infelicitat i les tenebres per tot arreu on passem, i acabar-hi immersos si no som capaços de canviar de rumb a temps.

Vam parar casa plegats al Baix Llobregat. En una ciutat obrera i mestissa, com convenia al teu caràcter i al meu. En aquella Viladecans en què ressonen a l’uníson el català, el castellà (o l’espanyol, evitem una querella nècia) amb accent andalús o extremeny i el tarifit arribat dels cingles del Rif, que també són casa meva, perquè així ho va decidir el meu cor ja des del primer cop que m’hi vaig plantar davant i durant totes les hores que m’he passat escrivint sobre aquesta regió i la seva gent, irreductible en la lluita i generosa en l’hospitalitat. Des d’aquesta base, vaig voler conèixer millor Catalunya amb tu, conèixer el teu país que ja és el meu, també, sense que això ens privi, ni a tu que hi vas néixer ni a mi que el vaig escollir, de poder ser d’altres llocs, començant per l’indret que la meitat de la teva sang, que ve de Còrdova, i la meva, que ve Màlaga i de Salamanca, ens assignen des dels primers passos. Vaig voler amarar-me del que et feia ser la que eres i que m’havia persuadit, tot d’una que et vaig veure, del deure peremptori d’estimar-te.

No és que no la conegués, Catalunya. L’ofici, que no sempre és una maledicció, m’havia menat a recórrer-la de cap a cap anteriorment: de Lleida a Tortosa i d’Olot a Vic, creuant-ne els rius, trepitjant-ne ciutats petites i grans, dels ports a les muntanyes. Però sempre eren viatges més o menys apressats, en els quals havia d’agafar les impressions al vol, sense que això vulgui dir que fossin dèbils o superficials: recordo vivament el primer cop que vaig contemplar la plana des de la Seu Vella de Lleida, la primera nit que vaig caminar pel call jueu de Girona, la primera matinada que vaig admirar al Delta de l’Ebre, entre altres instants. Però amb tu, i des de la nostra llar barcelonina, vaig trobar el temps i l’assossec per interioritzar Catalunya, per trobar-hi aquells racons on fer cova i quedar-me, aquells horitzons propis als quals puc tornar un cop i un altre.

Ara que escric aquestes ratlles, ni tu ni jo vivim a Catalunya. Van passar uns altres set anys, i la vida i les contingències ens van dur, a mi, a tornar al lloc on vaig néixer, i a tu, a venir-hi amb mi i adoptar-lo com a propi, com jo al seu dia vaig adoptar el teu. D’un temps ençà ets, com jo, madrilenya: habitant i per tant mestressa de ple dret del cel que va pintar Velázquez, transeünt dels carrers i copartícip del tràfec d’aquest llogarret engrandit enmig de la Meseta. I has après, com alguns encara no saben, que ser de la Meseta no és un descrèdit, perquè és justament meseta el que vol dir, en àrab, la Manxa, pàtria universal i sense fronteres dels que parlem la llengua en què escric, que és també una de les teves dues llengües i el nostre espai de trobada amb milions d’éssers humans escampats arreu del món. Avui també ets madrilenya, i per això continues escrivint en català, la llengua en què, val a dir, prefereixo llegir-te, perquè hi ressona l’eco de qui et guiava els passos des de petita i et va ensenyar a ser qui ets, i també perquè és una llengua subtil i melodiosa en la qual van capturar la bellesa del món poetes com la que et va donar aquelles paraules màgiques que van fer que et tingués quan no et tenia; aquelles paraules guaridores que em duien a la riba del mar, un cop i un altre, en els dies amargs.

I és precisament al mar que ens torna un cop i un altre la memòria de tots dos, ara que som lluny de Catalunya. En els viatges que hem fet hi recalem davant un cop i un altre, perquè va ser davant del mar que vam trobar els nostres llocs més preuats. Des de la badia quieta i recòndita de Portbou, al costat de la qual es va apagar la mirada lúcida de Walter Benjamin, i on el que queda dels seus ossos despunta a la fossa comuna d’un cementiri marí, com el de Valéry; fins a la platja groga i plàcida del Vendrell, on Pau Casals es retirava a somiar melodies. Però n’hi ha tantes… Tanquem els ulls i veiem el passeig marítim de Vilanova o el de Sitges; trepitgem la sorra de la platja estreta del Garraf; ens entretenim recorrent l’arenal interminable de Castelldefels i Gavà; deixem que ens embolcalli el bullici de la Barceloneta; tornem, d’hivern, a Premià o a Blanes, o a la ciutadella medieval de Tossa; d’estiu passegem pel golf de Roses admirant aquest singular capvespre català sobre el mar que, com tantes altres coses, Josep Pla va veure; ens acostem a la minúscula joia blau turquesa d’Aiguablava; ens enfrontem, valents o potser bojos, a la tramuntanada d’una nit d’hivern a Llançà; ens quedem quiets a la llum del migdia al banc que treu el nas a la badia de Port Lligat, o ens banyem sols en alguna cala llescada amb ganivet del Cap de Creus.

I sobretot tornem a caminar un cop i un altre, amb els peus nus, deixant que l’aigua de les onades ens els acaroni, per la nostra platja sense gent ni edificis: aquella platja de Viladecans a la qual un dia vaig arribar pedalant per estar sol amb el mar (amb tu) i en la qual un migdia, quan em vaig assabentar que un magnat amenaçava d’urbanitzar-la amb casinos, cosa que després no va resultar sinó una ensarronada a la patum de torn, em va semblar veure galopar, llança al rest, el cavaller de la Trista Figura. Aquest boig estrafolari, que va arribar a l’arenal de Barcelona des de la Manxa per conèixer el mar i lliurar-hi el darrer combat, en ser derrotat va passar, amb la mateixa Barcelona, a la memòria recalcitrant dels poetes i els inconformistes, dels que es neguen a assumir que la història està escrita i colgada sota les aigües gelades del càlcul egoista. Va ser allà on, un cop i un altre, mentre pedalava, em venien a la memòria els versos de León Felipe musicats per Joan Manuel Serrat: «Ponme a la grupa contigo, / caballero del honor, / ponme a la grupa contigo, / y llévame a ser contigo / pastor». I va ser allà on em vaig felicitar, amb un orgull secret que ara exhibeixo, perquè aquesta estampa de Barcelona, eterna i universal, es deu a la ploma d’un madrileny d’Alcalá de Henares, a qui, trapelleries del destí, no van deixar arribar d’Itàlia a Barcelona els pirates barbarescos que el capturaren en plena travessia i se l’emportaren captiu a Alger.

I se m’acut, ara que recordem Catalunya des de lluny, i és des de lluny que assistim al sotsobre i els exabruptes que n’enfosqueixen el present des de fora i des de dins, que aquell mar des del qual vam aixecar plegats un mapa minuciós i sentimental, aquella sorra clara i aquella brisa tèbia del Mediterrani català que no se’ns esborra de la memòria ni dels somnis, és la penyora que ens ha deixat Catalunya perquè la conservem al cor fins i tot si passem molts dies sense trepitjar-la. Aquesta penyora, aquest mar, no deixarà que ningú, ni els que anomenant-se catalans aspiren a dictar qui ho és i qui deixa de ser-ho, ni els que anomenant-se espanyols creuen que Espanya es pot fer des del menyspreu pel que Catalunya és i la seva gent anhela, ens prengui mai el que és teu i meu, perquè ho vam guanyar en el camp de l’amor i la fe sostinguda. Passaran els dies negres en què els llòbrecs i obtusos propagandistes de la destrucció i el desacord marquen el pas i dicten l’agenda; quedaran enrere les incomprensions i les mesquineries dels uns i els altres; l’arrogància, la ignorància, el desig de forçar o expulsar qui no s’avé a ser el que se li imposa o a deixar de ser el que li és negat. La tempesta de la desraó i el despropòsit s’escamparà i, escoltant el vell Píndar, tots, com un dia vam fer tu i jo, acceptarem ser el que som, que sempre és més, i més bo, que el que pretenen els legisladors de voluntats i sentiments aliens.

Com tu i jo, una barcelonina i un madrileny, catalans i manxecs i espanyols i nòmades tots dos, i com ens canta Raimon, un barceloní de Xàtiva, que també és nostre:

Hem viscut junts, ben junts,

ara fa ja molts anys,

qui sap què ens portarà,

què ens portarà demà…

 

I volem viure junts

els temps nous que vindran,

i volem lluitar junts

per tot el que hem lluitat.

 

 

Fotografía: Pablo A. Mendivil