Sostiene Pereira de Antonio Tabucchi, una lectura de Mario S. Arsenal
Corre 1938 y Portugal sufre los latigazos de Salazar. Se está corriendo la voz. La policía ha asesinado a un trabajador del Alentejo, un carretero, un socialista. Pero a Pereira no le interesa la política, vive para la cultura. Dirige el suplemento cultural del Lisboa, es viudo y delira con ternura cuando habla con el retrato de su esposa, recortado sobre el fondo de un verano que pasaron en el Monasterio de El Escorial. Lucha contra las restricciones alimenticias que su salud le ha impuesto, pero aun así no reniega de placeres como la limonada o la tortilla a las finas hierbas. Aunque parece un reaccionario, sólo es un vejete algo malhumorado; por eso tiende a resguardarse en la calma de su escribanía antes que echarse a la calle de la modernidad. Es traductor gozoso de Mauriac, Daudet o Bernanos y lleva tiempo obsesionado con la idea de la muerte. Un día aparecen en Lisboa carteles de Viva Francisco Franco, pero todavía no sabe que vive en un régimen censuralista y castigador. A la sazón su amigo Silva le dice: «Tú no escribes artículos de política, te encargas de la página cultural».
Este es el telón de Sostiene Pereira (1994), que no es precisamente una novela cualquiera de Antonio Tabucchi (1943-2012). Con ella ganó el Campiello, el Viareggio y, por si fuera poco, también el Premio Europeo Jean Monnet. Se tradujo a veintidós idiomas, a unas 10-15 ediciones de media por traducción, y como puede inferirse dada la distancia, sedujo al público de una sola tacada. Muchos la conocerán por la criatura cinematográfica de Roberto Faenza, pero desgraciadamente ésta no estuvo a la altura del tronco madre. Una cabriola árida y sin gracia que ni siquiera la aparición crepuscular de Marcello Mastroianni consiguió salvar del fracaso.
Con esta novela Tabucchi dio varios puñetazos en la mesa. El primero fue reivindicar el papel del periodismo y la opinión pública en tiempos de opresión: «el país callaba, no podía hacer otra cosa sino callar». El segundo propósito fue cuestionar el carácter político de la cultura. Con Pereira recorremos Lisboa y paseamos desde el número 66 de la Rua Rodrigo da Fonseca, donde se encuentra la improvisada redacción del suplemento, hasta su casa, en la Rua da Saudade. Su cadencia nos lleva por Terreiro do Praço, Rua dos Franqueiros, Praça da Alegria, Avenida da Libertade… o el Orquídea, un café literario al que Pereira acude con asiduidad y donde Manuel, un solícito camarero, lo informa puntualmente de la actualidad del boca a boca, los rumores y los tejemanejes de las autoridades. Aprovecha Tabucchi estos paseos para hacer patente la violencia intrínseca a toda sociedad desorientada y cómplice de una moral corrompida que es hija de su política: «Esta ciudad apesta a muerte, toda Europa apesta a muerte». En verdad no nos queda tan lejos. Sin embargo, el amor que Tabucchi siente por Portugal (a la sazón tenía la doble nacionalidad italo-portuguesa) hace que el terrible aroma del pánico político quede relegado a un —muy fino— segundo plano.
El nudo central del relato es la muerte. Y Pereira se siente presa de ella. Por varias razones: su padre tenía una agencia de pompas fúnebres, su mujer murió de tisis y «él estaba gordo, sufría del corazón y tenía la presión alta, y el médico le había dicho que de seguir así no duraría mucho». Razones que lo acongojan de una manera silenciosa, semejante a sus paseos, cavilantes y meditabundos. Sin embargo la sangre llama a la sangre, y un joven rutilante llamado Monteiro Rossi capta la atención de Pereira por un artículo sobre la muerte que éste azarosamente ha leído en una revista. Aunque Tabucchi hubiera querido hacer pasar a su protagonista por alguien desdeñoso o tal vez indolente, la curiosidad de Pereira por el joven se acrecienta. Algo lo incita. Necesita redactores que se ocupen de la sección más fúnebre del suplemento: los obituarios. Pereira considera que la excelencia informativa de un periódico de la envergadura del Lisboa estriba en la inmediatez. Por eso se cita con Rossi, le infunde curiosidad que alguien tan joven esté interesado por la muerte; pero el muchacho, que se muestra desorientado, confiesa que ese artículo forma parte de una tesina y que ésta es un plagio. Sólo la fresca y huracanada aparición de Marta, la novia de Rossi, consigue oxigenar el aturdimiento de Pereira.
El tiempo revelará que la colaboración con Monteiro Rossi es un completo desastre, pero asistimos aquí al inicio de la paulatina conversión de Pereira. Cuando éste encarga una esquela de Bernanos o una semblanza de Mauriac, Rossi entrega un homenaje a Lorca, Maiakovski o una denuncia contra… ¡Marinetti! (que en el tiempo de la novela aún vivía). Todos sus textos son impublicables pero sin embargo Pereira no los desestima, los guarda una y otra vez en la misma carpeta. Podría haberlos tirado, lo dice, pero no lo hace. Como si incluso siendo indignos sintiera que debe protegerlos de algo que desconoce o, de otro modo, como si en realidad no fueran tan indignos o si lo que se opusiera entre ellos no fuera la cultura, sino una postura política.
Pereira entretanto se dirige a las termas de Buçaco, donde Silva, un amigo de la universidad, espera su llegada. Allí se va a producir uno de los diálogos más significativos (y discretos) del relato: «Escúchame con atención, Pereira, dijo Silva, ¿tú crees en la opinión pública? Pues bien, la opinión pública es un truco que han inventado los anglosajones, los ingleses y los americanos, son ellos los que nos están llenando de mierda». Y continúa: «Nosotros siempre hemos tenido necesidad de un jefe, todavía hoy necesitamos un jefe». Entonces Pereira pronuncia quizá la declaración más fulgurante de la novela: «Pero yo soy un periodista, repuso Pereira. ¿Y qué?, dijo Silva. Que tengo que ser libre, dijo Pereira». Es de una rotundidad tan aplastante que todo lo que quisiera añadir, sobra.
A ello le siguen algún tenso episodio con el director —«Rilke, dijo el director, su nombre me suena»—, una plácida estancia en la clínica talasoterápica de Parede, la decisiva presencia del doctor Cardos0 (en verdad un filósofo afrancesado que respalda sus inquietudes y acaba restituyendo su confianza) y sobre todo la evanescente irrupción de una mujer que sostiene entre sus manos un libro de Thomas Mann y que termina por infundir en Pereira el deseo de hacer algo con su vida.
Es evidente que la infructuosa relación con Monteiro Rossi no ha sido todo lo catastrófica que pensaba. Esta singular amistad abre a Pereira la puerta de las expectativas a una nueva vida de lucha y libertad. Para él es un renacimiento. Sucede que ahora, al contrario de como había vivido hasta el momento, se siente en pugna directa contra el salazarismo, el Estado Novo o cualquier forma de vasallaje político y cultural.
Tabucchi vierte en Pereira el espectro del Pessoa caminante, que recubre a nuestro protagonista con un halo remotamente reconocible, pero aún así reserva alguna daga afilada. Llegado a un punto aparece la figura de António Ferro, director del Secretariado Nacional de Propaganda, que ha hecho coincidir el Día de la Raza con el Día de Camões. La obsesión por los días internacionales tampoco es nueva. El director del Lisboa, que no quiere saber nada de Rilke, desea corresponder a Ferro y celebrar la patria, pretexto que usa Tabucchi para poner en labios de Pereira: «Y pensar que [António Ferro] había sido amigo de Fernando Pessoa, en fin, concluyó, ese Pessoa se elegía unos amigos…». Pereira cierra así el proceso de conversión: «Que también Camões se fuera al diablo, pensó, ese gran poeta que había cantado al heroísmo de los portugueses, pero menudo heroísmo». De alguna manera son sus escuetos encuentros con Marta, verdadera ideóloga por la causa, los que encauzan su inquietud hacia la resistencia.
El final se resuelve en una serie de circunstancias que dan al traste con la vida de Monteiro Rossi y lo relacionan con la Guerra Civil española. Una tragedia funesta. Y casi también la de Pereira, porque encubrir a subversivos en tiempos de orden y totalitarismo, bien vale una paliza que literalmente le rompa a uno la cabeza. Pero aún tiene una salida, Pereira sí. Recuerda repentinamente a aquella mujer que leía a Thomas Mann y hace la maleta, no sin antes enviar un artículo incendiario que, gracias a un ardid tramado con la ayuda del doctor Cardoso, logra burlar la censura. El artículo se titula “Asesinato de un periodista” y será la vergüenza del salazarismo. Es la venganza que Pereira ha de cobrarse por la muerte impune de Monteiro Rossi. Coge el retrato de su mujer, que coloca boca arriba para que respire, y se marcha. Sólo ella es testigo de su transformación.
Veinte años después de publicar Piazza d’Italia (1975), Sostiene Pereira tal vez sea la novela de Tabucchi que más debe a la literatura de Thomas Bernhard. Tabucchi se sintió cómodo centrándose lingüísticamente en el pensamiento de su protagonista. El débito con Bernhard son las tripas, el cerebro de Pereira, no el medio en el que vive. Aun así Tabucchi se basó un hecho real acaecido en 1992, la muerte de un periodista que conoció en París en calidad de exiliado. Tal vez para él la literatura era un soliloquio, un monólogo interior a la manera de Joyce sin ser escrupulosamente Joyce, una paja mental maravillosa que ilumina el mundo adyacente. Esa traslación geocéntrica que sitúa el sol dentro de la voz de uno mismo y lo hace girar a su antojo, Tabucchi quiere convertirla en un documento: Pereira no habla, ni tan siquiera piensa en sentido estricto, sino que declara, de ahí el título. Y detrás de todo esto, el testamento proliterario: «La filosofía parece ocuparse sólo de la verdad, pero quizá no diga más que fantasías, y la literatura parece ocuparse sólo de fantasías, pero quizá diga la verdad».
El resultado es que Pereira comienza obsesionado por la muerte y termina seducido por la vida, el reverso de la vida de Monteiro Rossi. Lo mismo que los separaba al principio, acaba uniéndolos al final: la obediencia al jefe, la corrección política, la adecuación a lo establecido. Como consecuencia de ello Rossi es asesinado. Pero Pereira huye de Portugal. Azuzado por la inmediatez, atrás lo deja todo: el periódico, sus recuerdos en Coimbra, el doctor Cardoso, su Lisboa natal, pero también un régimen patrio y biempensante cuyos mecanismos de opresión le han empujado a descubrir el valor de la vida. Una novela que, más que una novela, puede ser entendida como la declaración testamentaria de un escritor militante, un valedor de la libertad, un amante del mundo.
Fotografía: Marcello Mastroianni durante el rodaje de «Sostiene Pereira»