(No) leer a Camilo José Cela, por Sergio del Molino

 

Hace unos meses me llamaron de un periódico para escribir un billete a propósito de una novela de Cela. Cinco escritores escriben sobre cinco libros suyos en el año de su centenario. El redactor, como buen amigo, me advirtió para que no perdiera el tiempo: “Ni te molestes en pedir La colmena, Pascual Duarte o el Viaje a la Alcarria, que ya están cogidos”. Me quedé con San Camilo 1936, que tenía medio olvidada y rescaté esa misma noche para refrescar la memoria.
No sé si me quedó un texto lucido ni lúcido. Un vecino, lector fiel de aquel periódico, vino a decirme que mi artículo no era apto para menores y que si me había quedado a gusto escribiéndolo. Y tenía razón. No sé cuántas veces usé la palabra puta. Quizá no fuera apto ni siquiera para un diario generalista, pero era muy comedido y elegante al lado de la novela a la que aludía.
Empecé a pensar entonces en las razones del olvido de Cela. Supongo que algunos estudiantes leerán La colmena y que otros títulos seguirán en la lista de algunas asignaturas de filología, pero me da la impresión de que la obra de Camilo José Cela se ha salido del canon, que ya no tiene lectores. Hay conflictos de herencias, como suele haberlos con los legados de los muertos ilustres, y hay quizá desinterés editorial y otras cosas familiares y mercantiles que se me escapan, pero sospecho que la causa principal de ese borrado de los libros de Cela del horizonte de los lectores está en los propios libros.
No voy a entrar en si la obra de Cela está sobre o infravalorada ni si es merecedora del Nobel o si debieron dárselo a otro (¿Delibes, quizá?). Tampoco, por mucho que esta sección se llame El Juicio Final, voy a juzgar moralmente al personaje. Hablo de algo mucho más visceral y, a la vez, mucho más literario. Cuando releí San Camilo 1936 (y, antes, El viaje a la Alcarria, mientras me documentaba para mi último libro) me encontré con una voz narrativa incompatible con la contemporaneidad. Sentía que Cela no tenía nada que decirnos a los lectores de hoy. Su narrador remite demasiado a la sensibilidad de otro tiempo. Es un narrador que amarillea mucho, que suena a almanaque viejo, a señor fuera del tiempo. Quizá el problema de Cela, visto desde hoy, es que fue muy contemporáneo, un español de su tiempo, alguien capaz de entrar en muchas pieles de sus compatriotas. Pero aquella España ya no es existe y casi nadie la echa de menos. Leyendo a Cela me sentía interpelado por un alienígena. Mi sensibilidad y la suya siempre están en conflicto, como si al tocarnos nuestras pieles fueran papeles de lija. Los guiños de comprensión que me lanza me parecen rijosos e intolerables. A veces, roza lo incómodo. Con frecuencia, lo traspasa.
Esto no tiene nada que ver con el mérito literario de sus libros. Absolutamente nada. Simplemente, creo que su literatura no está llamada a ser clásica porque la principal virtud de los clásicos es que trascienden la sensibilidad de su época y de su cultura y pueden ser apropiados universalmente. Cela pertenece a un país y a un tiempo, ambos extinguidos. No es raro que su obra se extinga con ellos.